Durante el análisis de experiencias de innovación y gestión del cambio es frecuente encontrarse en el marco de la administración pública con respuestas del tipo esto sólo puede hacerse cuando existe un liderazgo claro desde arriba, yo no puedo llevarlo a cabo porque me falta apoyo, esto sólo es posible en la empresa privada donde hay una verdadera apuesta - aquí es otra cosa, yo es que soy demasiado pequeño, eso es para grandes o lo contrario, nosotros somos demasiado grandes - imposible unificar criterios - esto es para organizaciones más manejables, etc.
Respetando cada idea y considerando que nadie como uno mismo conoce realmente su propia situación, y de que generalizar no sirve realmente para nadie, soy, no obstante, de los que opinan que cada responsable o directivo, a parte de los lógicos e incuestionables deberes que exige su puesto de trabajo, tiene un ámbito de autonomía del cual es responsable y puede gestionar como mejor le parezca, siempre y cuando no se desmarque de los valores y de los objetivos que persigue la organización.
A partir de aquí creo que la capacidad para impulsar el cambio hacia modelos de gestión que aprovechen los avances socio-tecnológicos de los que disponemos se apoyan definitivamente en dos aspectos:
I
Hay que ser subversivo y desmarcarse de las formalidades y protocolos a los que estamos acostumbrados. Plantéese como se quiera, pero las maneras que antaño quizás sirvieron hoy suelen constituir verdaderos cul de sac. En tiempos tan inciertos pocos querrán arriesgar por una idea que no asegure resultados y, lo más importante, que no sea propia.
Si de innovar se trata y como diría Tom Kelley, no hay que pedir permiso, hay que intentarlo, en silencio y pedir perdón si es que alguien se siente molesto y así lo explicita. Es importante actuar como si se impulsara la propia empresa y, en todo caso, buscar alianzas [pocas] muy escogidas.
Por otro lado quizás convenga cuestionar ciertas dependencias tecnológicas. Si para innovar se depende de organismos o departamentos tecnológicos [léase algunas áreas o institutos de informática, por ejemplo] es probable que se le pase el arroz. Sea por lo que fuere y seguramente por multitud de razones, la tónica general es que sus necesidades se sumen a la cola de otras demandas siguiendo un protocolo que, como en los servicios de urgencias, siempre suele dar prioridad a las incidencias y apagafuegos que surgen en el día a día. Nuestra demanda es probable que sólo se interprete como un capricho innovador que puede esperar. Esto, claro, en el mejor de los casos ya que algunos organismos o unidades organizativas que se crearon para que fueran motores del cambio, hoy por hoy suelen ser frenos que reprimen cualquier iniciativa que no case con un supuesto guión.
II
El segundo elemento es olvidarse de tratar a la organización en su conjunto ni tampoco esperar que la organización en su conjunto nos trate a nosotros. Los nuevos tiempos nos indican que hemos de pensar en micro y dejar de plantearnos las cosas en macro. Los grandes resultados requieren de grandes consensos y de unificaciones de criterios difíciles, por no decir imposibles, ante la diversidad de personalidades y querencias que sorprendentemente conviven en la organización. Ya sabemos que uno de los grandes descubrimientos que ha ocasionado el fracaso del management es el de evidenciar que, realmente, las organizaciones están formadas por personas, ¿quién nos lo iba a decir?
Como ya he comentado en otras ocasiones, se trata de enfocar una parte del todo, provocar pequeñas explosiones que vayan cambiando poco a poco la orografía de la organización. Hablábamos hace poco con una colega, que la gestión del cambio, hoy en día, exige practicar la reflexología organizacional. Es decir, aplicar un sencillo masaje, una ligera presión en una zona poco crítica de la organización pero que sea capaz de generar reflejos y sinergias saludables que repercutan a medio-largo plazo en el todo, sin recurrir a la ortodoxa y agresiva intervención tradicional que todos querrán evitar.