A menudo, por conocerse a uno o a una misma, se suele interpretar el saber los orígenes del propio comportamiento. Conocer las causas por las que se escoge una respuesta y no otra ante determinadas situaciones. Saber por qué sentimos de tal o cual manera. Cómo si comprendiendo el por qué, a qué se debe y hasta dónde se remonta esta causa, tuviéramos la clave para activar o desactivar esta actitud, emoción o conducta a consciencia.
Tiene sentido que establecer una relación de causa y efecto respecto a por qué nos sentimos y comportamos de determinada manera, puede tener el poder de relativizar el momento y hacernos creer que se tiene la posibilidad de decidir cómo reaccionamos. Aunque esto tampoco tiene por qué ser así, los humanos sabemos de sobra muchas cosas y, en cambio, podemos comportarnos de forma muy distinta a la que, supuestamente, nos dicta el sentido común. Está claro que comprender no acaba de convencernos.
Aun así, aunque conociendo el origen de nuestros comportamientos fuera una condición válida para gobernarlos, se trataría de un método harto costoso y arduo, tanto que está fuera del alcance de una gran mayoría de los bolsillos y de las voluntades de los mortales de a pie. Tal y como lo podemos ver comprobando el coste y la persistencia que exigen algunos marcos terapéuticos que se dedican a ello como el psicoanálisis.
Quizás alguien pueda creer que puede comprender el por qué más profundo de su personalidad indagando en sí mismo, sólo en casa, sin necesidad de someterse a un marco metodológico determinado. Pero es poco probable que lo consiga, está claro que siempre tendremos una impresión, una intuición o una creencia sobre porqué somos cómo somos, pero ya hace tiempo que se sabe que, cualquier relato que elaboramos de nosotros mismos está construido sobre multitud de sesgos inconscientes, que nuestra narrativa mental está determinada por desvíos sistemáticos de pensamiento y que nuestra memoria está plagada de recuerdos y olvidos selectivos. Al final, muchos de estos relatos de “autoconocimiento comprensivo”, son eso, un relato, un cuento autocomplaciente sobre nosotros mismos que nos permite seguir siendo como creemos que somos.
Entonces, si comprender e iluminar la oscuridad en la que se halla el origen de nuestros miedos y deseos es tan difícil y costosa ¿por qué hablamos de cultivar la autoconsciencia? ¿qué significa?
Conocerse no significa, necesariamente comprender, uno puede conocer y tener consciencia de que existe tal o cual planta en el bosque, pero ello no supone que deba comprender por qué está ahí, ni sus orígenes. Es más, se puede hipotetizar, debatir y hacer mil y una afirmaciones sobre ello, pero esto no influye en que siga estando en este bosque ni en cómo se relaciona con quien pasa por él.
“Conocer”, tal y como utilizamos este término aquí, significa tomar consciencia de algo, saber que está ahí. En el caso de un estado emocional, significa detectar su presencia, tomar distancia de él para poder verlo en perspectiva, como si fuera algo distinto de quien lo observa. Por ejemplo, si conduciendo alguien o algo me frustra, tener consciencia de mi ira sería verla emerger ahí, como si yo mismo me estuviera diciendo, “mira, ahí está mi ira, invadiendo este instante e intentando tomar el control de la situación”. Detectar y aislar aquellas emociones que surgen ante determinados estímulos y ver cómo determinan la respuesta, este momento perceptivo es lo que se denomina autoconocimiento.
La autoconsciencia suele tener un efecto balsámico debido a dos motivos:
El primero es que ponernos en el rol de observador de nuestras emociones permite tomar distancia de ellas. No se trata de negarlas ni de no considerarlas propias, simplemente quiere decir no considerarse uno con ellas por el simple hecho de estar observándolas, de haberlas detectado, de haberse dado la vuelta para verla ahí, detrás nuestro, empujándonos.
El segundo es que mirar la emoción a los ojos, permite separarla del estímulo que la ha generado y ofrece la posibilidad de relativizar y comprender la fragilidad del vínculo que tiene con él. Qué ante una misma situación podemos responder de distintas maneras, que todo depende de cómo nos pille. Que la emoción y el comportamiento en el que se concreta, no pertenecen al estímulo. Que se trata de una elección que realizamos, la mayor parte de las veces, de manera inconsciente.
La autoconsciencia y la capacidad de contención y gobierno de nuestras actuaciones es lo que hace posible decidir quién se quiere ser en cada momento. Se trata de una de las posibilidades que nos ofrece el grado de desarrollo frontal al que hemos llegado y que nos distingue como humanos. Al tomar consciencia de nuestras emociones y comportamientos, podemos cultivar una mayor comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. En última instancia, el autoconocimiento no trata solo de entender, sino también de aceptar y celebrar la diversidad de nuestras experiencias internas.
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