La meditación, especialmente en retiros donde se mantiene la postura meditativa varias veces al día durante largos periodos (una hora o incluso hora y media, en cuatro sesiones diarias), puede traer consigo dolor en áreas como las rodillas, los empeines o la zona lumbar. Este malestar suele ser consecuencia de la falta de costumbre de sostener dicha postura por tanto tiempo, algo comparable a permanecer de rodillas y sentado sobre los talones durante un largo rato. Gran parte de esta incomodidad está ligada a los hábitos sedentarios del estilo de vida occidental. Sin embargo, con la práctica, el cuerpo se adapta: se producen los estiramientos necesarios, las caderas se abren, las tensiones musculares disminuyen y la postura se vuelve más relajada, natural y serena.
A pesar de ello, durante la meditación, el cuerpo sigue reaccionando a la agitación mental y a las preocupaciones que puedan surgir, provocando nuevos desequilibrios posturales y tensiones musculares. Meditar no es un ejercicio reflexivo orientado a una comprensión intelectual ni un viaje imaginativo para calmar el sufrimiento cotidiano. Es, más bien, un ejercicio de silencio, una práctica vivencial de uno mismo que parte de la autoconsciencia de estar justo aquí. Ni en lo que has hecho antes, ni en lo que vendrá después, sino en el momento presente.
La postura desempeña un papel esencial en la meditación. Sentarse en un cojín con las piernas cruzadas, las rodillas firmemente apoyadas en el suelo y la espalda erguida, como si se empujara el cielo con la coronilla, involucra activamente al cuerpo en el acto meditativo. Una postura demasiado cómoda, lejos de ser conveniente, puede favorecer el ensimismamiento, propiciar un estado de ensoñación o incluso inducir el sueño. La postura adecuada es exigente, ya que no solo mantiene al practicante alerta, sino que también le ancla al presente. Al estar aquí y ahora, el cuerpo asume un papel protagonista que, junto con la respiración consciente, ayuda a establecer una conexión profunda entre mente y cuerpo.
La atención en la postura es crucial, pues aleja a la mente de las distracciones generadas por la red neuronal por defecto, responsable de pensamientos automáticos, recuerdos y divagaciones mentales. Las exigencias físicas de la meditación contrarrestan estas distracciones, promoviendo una mayor atención y facilitando una experiencia más profunda. De esta forma, la postura no solo condiciona la calidad de la meditación, sino que también establece un marco perfecto para enfrentar la incomodidad física y las distracciones mentales.
Si el dolor aparece durante la meditación, se desencadena una dinámica cognitiva que puede apoderarse de la experiencia. La mente se focaliza en la incomodidad, surgen dudas sobre la necesidad del dolor, si no estaremos cayendo en un sufrimiento innecesario y se desea terminar la sesión. Estas preguntas forman parte de los mecanismos mentales para justificar el abandono de la postura en favor de una experiencia más cómoda. Sin embargo, lejos de ser un obstáculo, la incomodidad también puede convertirse en un recurso para explorar la relación entre cuerpo y mente.
El dolor en la meditación nos lleva a un punto donde las distracciones mentales se intensifican, haciendo emerger pensamientos, emociones y deseos que en condiciones normales pasarían desapercibidos. En lugar de evitarlos, la práctica meditativa nos invita a observarlos y aceptarlos como parte de la experiencia, desarrollando la habilidad de no reaccionar automáticamente ante ellos.
La postura meditativa, con sus demandas físicas, se convierte en un marco ideal para enfrentar la agitación interna con mayor claridad. No se trata de eliminar el dolor, sino de transformar nuestra relación con él. Esta aceptación nos enseña a no huir ni reaccionar impulsivamente, una capacidad que constituye una de las lecciones más profundas de la meditación.
Lo que experimentamos durante la práctica meditativa, especialmente el dolor físico o la incomodidad, no difiere tanto de lo que enfrentamos en la vida cotidiana. Al igual que la postura meditativa nos desafía a no escapar de la incomodidad, el día a día nos confronta constantemente con retos emocionales y situaciones que preferiríamos evitar, como el estrés, las frustraciones o la incertidumbre. De la misma manera que la meditación nos enseña a observar el dolor físico sin reaccionar de forma impulsiva, podemos aplicar esa misma actitud ante las dificultades cotidianas. Ante el estrés o las emociones negativas, podemos hacer una pausa, tomar conciencia de lo que sentimos y, después, elegir de manera consciente cómo actuar, en lugar de dejarnos arrastrar por la inercia de nuestras emociones.
Este principio fundamental de la meditación es perfectamente aplicable a nuestra vida diaria: no siempre podemos cambiar las circunstancias que nos rodean, pero sí podemos transformar nuestra actitud frente a ellas.
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