A diferencia de lo que sostienen algunos respetados colegas, no tengo nada en contra de la planificación estratégica. Tampoco me inclino por defenderla a ultranza. Para mí, es simplemente una herramienta, y, como tal, su utilidad o inutilidad depende de cómo se utilice. Al hablar de la forma en que se usa, no me refiero únicamente a la metodología, sino también al propósito, al por qué o para qué se emplea. Y es en este último punto donde, en muchos casos, coincido con aquellos colegas que critican la eficacia limitada o incluso nula de ciertos planes estratégicos.
En cuanto al propósito, sabemos que la planificación estratégica no siempre persigue objetivos de adaptación, mejora, cambio o transformación de la organización. En muchos casos, estos planes no son más que documentos que cumplen un propósito de "acicalamiento organizativo", actuando como un guion que da contenido a un discurso político que se desea proyectar. Un claro indicador de este enfoque se encuentra en la falta de conocimiento que los propios miembros de la organización tienen sobre el plan estratégico. No son pocos los contextos donde se desconoce por completo la visión, misión o valores, e incluso los propios objetivos, que figuran en estos planes.
En cuanto al método, no es tanto la ortodoxia en la aplicación de la metodología lo que determina si un plan es una herramienta válida o no. La mayoría de los planes estratégicos son asesorados por empresas o profesionales de la consultoría, o incluso dirigidos por departamentos internos dedicados exclusivamente a ello y tienen una estructuración impecable. De hecho, lo que parece común en los planes actuales es que se asemejan a mecanismos de relojería, donde cada pieza encaja perfectamente en el engranaje de las demás, siendo cada una la causa que mueve a la siguiente. Un plan estratégico al uso, busca evocar simetría, erradicar la incertidumbre que genera el cambio, como si tuviera que cuadrar de forma precisa, como la contabilidad de la organización. Esa sensación monolítica, de lógica infalible, suele deberse precisamente a este planteamiento racional del plan, donde lo cuantitativo debe determinar el sentido del fiel de la balanza y lo cualitativo suele servir como información de relleno, un toque de maquillaje para resaltar sensibilidad hacia lo subjetivo.
Pero lo que realmente echo de menos en un plan estratégico concebido como una herramienta de cambio son varios elementos esenciales para que realmente cumpla su propósito de transformación organizacional.
SINCERIDAD Y CONVICCIÓN
El plan estratégico debe ser el reflejo de una decisión genuina de cambio, no un ejercicio superficial ni un simple programa de comunicación política. Cuando un plan se formula solo para cumplir con una obligación externa o para dar la apariencia de estar alineado con las tendencias de la moda organizativa, tiene poco futuro. El cambio debe ser una respuesta a una convicción interna profunda de la necesidad de transformación, un proceso que nazca de una reflexión sincera sobre el estado actual y las posibilidades futuras de la organización.
La convicción es el pilar fundamental de la sinceridad en el proceso de cambio. Un plan que no surge de una convicción profunda, respaldada por una comprensión clara de lo que se necesita transformar, está destinado a fracasar. Esta convicción no es simplemente una creencia abstracta, sino una certeza compartida que debe impregnar toda la organización, desde la alta dirección hasta el último miembro del equipo. La falta de convicción, o la falta de un propósito claro y compartido, es una de las principales razones por las que los planes estratégicos no logran el impacto deseado. Sin convicción, el cambio no es más que un mandato vacío, una orden que los demás perciben como algo ajeno o impuesto que afecta gravemente al compromiso.
La convicción tiene un impacto directo en la capacidad de asumir riesgos y en la tolerancia a la frustración. Los planes estratégicos que son percibidos como auténticos y respaldados por una convicción firme pueden abrir la puerta a la innovación y a la toma de riesgos necesarios para el cambio. Los riesgos son inherentes a todo proceso de transformación, pero la confianza en que ese cambio es el adecuado, y la certeza de que es lo que la organización necesita, permite que los líderes y los equipos se enfrenten a la incertidumbre con determinación.
La potencia comunicativa de un plan también depende de esta sinceridad y convicción. La comunicación sobre el cambio no puede ser una mera difusión de información técnica o una explicación superficial de objetivos. Cuando el cambio es convencido, la comunicación se convierte en un acto de inspiración que conmueve a las personas. La comunicación efectiva de un plan sincero no solo informa, sino que también influye y conecta emocionalmente con los receptores. Un plan estratégico sincero y respaldado por una fuerte convicción tiene la capacidad de generar esta conexión.
VITALIDAD
Uno de los errores más comunes es pensar que el cambio comienza con el plan. Se empieza a cambiar cuando se decide cambiar y esto hay que tenerlo claro para empezar a gestionar el cambio desde este primer momento.
Sin embargo, en muchos casos, el cambio se embotella en los planes estratégicos que están impregnados de una ortodoxia mecanicista que los convierte en documentos fríos y estáticos. Esta falta de vitalidad es lo que, en gran medida, les impide evolucionar con coherencia y dinamismo. La mayoría de los planes estratégicos parecen ser frankensteins organizativos: siluetas y movimientos que no encajan, artificiales y ajenos al orden natural de las cosas. En lugar de inspirar cambio, parecen forzarlo desde fuera, como una estructura impuesta, que no responde a la realidad del contexto en el que se ejecuta.
A pesar de los rigurosos análisis, los gráficos detallados, la precisión de los datos y la obsesión por la compartimentación y la jerarquización de los objetivos, estos planes intentan dotarse de una lógica e infalibilidad que, en la práctica, se revelan completamente desconectadas de la realidad. La complejidad del cambio no puede ser contenida en cuadros rígidos ni en mediciones estrictas que buscan encontrar una respuesta lineal ante un fenómeno profundamente dinámico. Esta visión tan lineal del cambio ignora la naturaleza compleja de las organizaciones, que rara vez se ajustan a los movimientos predecibles de un engranaje. En lugar de un mecanismo perfectamente aceitado, las organizaciones son entidades vivas, multifacéticas, interdependientes, y su cambio es un proceso que no puede preverse de manera estricta ni controlarse con precisión.
El cambio organizacional, por su propia esencia, es un proceso mucho más complejo, impredecible y, sobre todo, profundamente humano. Es emocional, pasa por las percepciones, las resistencias, los impulsos y los compromisos de las personas involucradas. No puede ser reducido a un conjunto de indicadores que se siguen al pie de la letra. El cambio verdadero nace del interior de la organización, desde las personas que la componen, y tiene que ser acompañado de una energía viva que lo impulse, que lo haga sentir como una necesidad genuina y no como una imposición ajena.
Por pequeño que sea el cambio, su planteamiento debe ser como el de una gran ola que se forma con todo lo que la empuja y con todo lo que atrae, una ola que arrastra con fuerza todo lo que quiere cambiar. No es un proceso de simple corrección o ajuste, sino una transformación profunda que afecta todo lo que está a su paso. Esa ola no es rígida ni mecánica, sino fluida y dinámica, adaptándose constantemente a lo que encuentra en su camino y evolucionando conforme avanza. Esta es la vitalidad que un plan estratégico debe tener: no puede ser un conjunto de piezas inamovibles, sino una corriente de acción que se adapta a las circunstancias, que inspira, que tiene energía, que conmueve.
Es en esta vitalidad donde reside la coherencia del cambio. Un plan que no tiene esta chispa vital está destinado a quedar atrapado en la burocracia y el conformismo, sin lograr movilizar a las personas ni generar la energía necesaria para la transformación. La vitalidad es lo que convierte un plan en algo realmente transformador: un proceso dinámico que respira, que crece, que fluye de acuerdo con las necesidades y oportunidades del momento. Solo cuando el cambio se vive con esa vitalidad, como una ola que no se puede contener, es cuando realmente se producen resultados sostenibles y significativos.
LA CONEXIÓN EMOCIONAL CON LOS ACTORES DEL CAMBIO
El cambio solo tiene vitalidad cuando se percibe como propio. Para que este cambio sea efectivo, debe ser algo que las personas no solo acepten, sino que deseen activamente. Las personas deben sentir que el cambio vale la pena, no solo para los usuarios o los clientes, sino también para la organización como entidad y para quienes la componen. Esta conexión emocional no solo se trata de cómo se comunica el cambio, sino de cómo se vive dentro de la organización. El cambio no puede limitarse a una dinámica participativa superficial, a un cuestionario para el análisis DAFO o a una jornada de comunicación que se quede en lo simbólico. Si el proceso de cambio se reduce a estas herramientas sin un compromiso real de involucrar a las personas en su ejecución y en su propósito, pierde su capacidad de generar una transformación real en la organización.
Cuando las personas se sienten parte del cambio, el proceso de transformación deja de ser una imposición y se convierte en una decisión compartida. Este sentido de pertenencia y compromiso emocional es crucial para que el cambio se viva con autenticidad, no como una tarea más, sino como una oportunidad colectiva para crecer y mejorar. Esta conexión emocional es clave para vencer la resistencia natural al cambio, que suele estar generada por la incertidumbre. La incertidumbre crea miedo, y solo cuando se establece un lazo emocional fuerte entre el cambio y los individuos es posible que este miedo se transforme en motivación y acción. Este proceso no puede ser únicamente un ejercicio formal, sino que debe estar impregnado de un compromiso real, donde cada miembro se vea útil y necesario para el cambio.
EL LIDERAZGO ES UN RECURSO ESENCIAL
Para que esta conexión emocional sea efectiva, el liderazgo no puede localizarse exclusivamente en la cúpula. De nada sirve que solo alguien de ahí arriba crea en el cambio si no se logra impulsar esa creencia a través de toda la organización. Si el liderazgo se limita a una capa superior, corre el riesgo de no ser efectivo, ya que el cambio necesita ser vivido y entendido en cada nivel de la organización para generar un verdadero impacto.
Los diferentes niveles estructurales no pueden ser un tapón en el proceso de cambio, ni puede continuar actuando como si nada sucediera, ajenos a las transformaciones que están ocurriendo a su alrededor. Cada directivo, directiva o mando tiene que creer en la necesidad del cambio y estar convencido o convencida de que su papel no es solo ejecutar y controlar, sino conectar emocionalmente a las personas de su equipo con ese cambio.
El papel del liderazgo en el Plan Estratégico no debe limitarse a tímidas menciones a la programación de acciones de formación en habilidades denominadas "blandas" para el personal directivo y los mandos intermedios, sino que debe ocupar un apartado relevante o incluso propio y diferenciado. Los planes son ejecutados por las personas, no por planteamientos teóricos. Estas personas necesitan recursos adecuados para poder llevarlo a cabo. El liderazgo ha de abandonar su posición de privilegio estructural para ocupar su verdadero lugar como recurso esencial al servicio de las personas.
Para que un plan estratégico sea posible, es fundamental que ponga el foco en la implementación de mecanismos de soporte y acompañamiento a todos los niveles directivos y de mando, proporcionándoles las herramientas y el apoyo necesarios para desarrollar su capacidad de gestionar el cambio de manera efectiva. Esto incluye, claro está formación específica, pero también un entorno en el que puedan compartir experiencias, recibir feedback constante y estar acompañados en su propio proceso de cambio.
La evaluación continua del estilo de liderazgo es clave. El liderazgo debe ser constantemente monitoreado para garantizar que está alineado con los objetivos del cambio y que está respondiendo adecuadamente a las necesidades del equipo. Igualmente, debe haber un sistema de corrección de desviaciones, que permita ajustar comportamientos, ofrecer apoyo adicional y, si es necesario, realizar cambios en los responsables para garantizar que el cambio siga su curso.
Solo así, el liderazgo podrá cumplir su verdadera misión: ser el motor que impulsa la transformación, asegurando que todos los miembros de la organización estén comprometidos, capacitados y motivados para hacer realidad los objetivos del cambio.
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La primera Imagen es de Kanenori en Pixabay
La segunda imagen corresponde a La gran ola de Kanagawa.
Hola Manel,
ResponderEliminarNo puedo estar más de acuerdo. Es la tesis que sigo en mi Trabajo Final de Postgrado en Dirección y Gestión Pública de la EAPC, que se verá reforzada por la voz de expertos y grandes convencidos del valor de lo público, como tu, personas que me habéis regalado tiempo para contribuir a mi causa, la de muchos. Tengo unas ganas tremendas de terminarlo este enero y poderlo aplicar en la Generalitat de Catalunya, empujando, impulsando, acompañando el cambio.
Como siempre, agradezco tus sabias palabras y reflexiones! El liderazgo, la alta dirección, dos temas ya urgentes.
A ti y a tod@s tus seguidores feliz 2025. Que nos llegue cargado de salud y buena energía, que nos permita practicar la curiosidad, y aprender!