La respuesta a esta pregunta parece sencilla: “el cambio siempre es posible. Claro está, siempre y cuando se den las condiciones necesarias para que pueda prosperar.”
Nos quedamos entonces tranquilos, pensando que solo es cuestión de crear esas condiciones. Nos viene a la mente la imagen del jardinero que prepara el terreno, siembra, fertiliza y riega con cuidado, confiando en que todo siga su curso natural. O, quizás, la del ingeniero que diseña un plan preciso: una secuencia lineal y coordinada en la que una diversidad de recursos converge hacia la construcción de algo nuevo.
Pueden existir otras imágenes, todas ellas con un patrón común: la figura del artífice del cambio. Como el jugador de billar, que calcula el ángulo, mide la fuerza y da el toque justo con el efecto preciso, logrando que las esferas —redondas, pulidas y ligeras— se deslicen suavemente para ocupar un nuevo lugar en el tablero. Una nueva disposición, llena de posibilidades, a la espera del próximo golpe de taco.
Esta imagen es la que da pie a tantos discursos sobre liderazgo: se habla de liderazgo transformador, inspirador, orientado al cambio. Se simplifica la ecuación y se apuesta todo a la capacidad del líder para generar un propósito que logre ser compartido y asumido por quienes deben hacerlo realidad. Y ¿qué duda cabe? para que el cambio sea efectivo, debe existir un propósito potente y, a la vez, compartido por aquellos que han de materializarlo. Para ello, lo más efectivo es invitar a las personas a participar en la construcción de este propósito, a dar su opinión, a aportar sus perspectivas. Y, de esta forma, se espera que las bolas se deslicen suavemente sobre la mesa impactando entre sí, encontrando su lugar y generando nuevas posiciones y posibilidades.
Hay mucha literatura y se siguen publicando numerosos artículos, ampliamente aplaudidos, que lo cifran todo, básicamente, en la capacidad del líder de la organización para alinear liderazgos hacia un propósito común, subrayando aspectos de indudable importancia como el ejemplo y la coherencia, la confianza, la empatía, el aprovechamiento del talento, la comunicación efectiva o la gestión de la incertidumbre, entre otros. Esto ha dado lugar a una proliferación de acciones formativas de todo tipo —másteres, acompañamientos, coaching, intercambios— que persiguen desarrollar estas competencias y dotar a los líderes de herramientas que les permitan enfrentar los retos actuales y futuros de las organizaciones con mayor eficacia y humanidad.
Actualmente, la mayor parte de los esfuerzos y recursos destinados a gestionar el cambio se concentran en tres ámbitos principales: el comunicativo, el formativo y el tecnológico.
Pero, ¿está siendo efectivo este enfoque? ¿Existe una correspondencia directa entre la comunicación, la formación de lideres o la inversión tecnológica, y un cambio real en el porqué, en las maneras de hacer o en la vida cotidiana de las personas que integran los múltiples equipos, colectivos y grupos dentro de una organización?
Es cierto que no se puede negar su impacto. Por ejemplo, la tecnología actual y las posibilidades de teletrabajar han generado cambios incuestionables en las formas de trabajar, en la presencia física y en la calidad y cantidad de las relaciones profesionales. Sin embargo, resulta difícil afirmar categóricamente que estos esfuerzos sean suficientes. En gran medida, esto se debe a que son aún escasos las narrativas y las formaciones que logran penetrar de manera efectiva en el subsuelo productivo de la organización: ese espacio donde se forjan las dinámicas reales de trabajo, las creencias compartidas y las conductas cotidianas que sostienen —o frenan— cualquier proceso de cambio.
En muchas organizaciones, especialmente en aquellas de gran tamaño, el plan estratégico parece tener vida únicamente en el ámbito supra-directivo. Los valores definidos, las líneas estratégicas, los objetivos generales, los esfuerzos en gestión del conocimiento, los procesos de acogida o desvinculación, el impulso de la innovación o incluso la importancia de las personas y el liderazgo en todo ello, suelen percibirse como algo lejano e irreal.
Se ignora —o se percibe como ajeno— todo aquello que no conecta directamente con la realidad cotidiana del puesto de trabajo, del equipo o del servicio. Para muchas personas, el Departamento o la Dirección se convierte en una realidad difusa, lejana, casi inexistente en su día a día. De este modo, conceptos fundamentales como liderazgo, valores u objetivos estratégicos se desdibujan y pierden su sentido práctico, quedando relegados a un ámbito abstracto que poco o nada impacta en la experiencia diaria del trabajo.
Para la mayoría de las personas de a pie, la vida de la organización se reduce a la dinámica de su pequeño equipo de trabajo: a la relación con sus compañeras y compañeros, a la que tiene con quien ejerce la función de dirección o mando y a cómo todo ello influye en su tiempo y en la organización y desarrollo de su labor diaria.
Sin embargo, estas relaciones tienden a perder flexibilidad con el tiempo debido a la solidificación de los roles que cada uno adopta o asume, a las inercias relacionales que le dan a cada cual un papel y un lugar. A medida que los roles se vuelven más rígidos, se limitan las posibilidades de adaptación y cambio, haciendo que la dinámica del equipo se vuelva cada vez más predecible y menos capaz de creer una posibilidad de cambio desde estas personas.
Esta es la realidad, sino de todos, sí de un sinfín de equipos que anidan en la gran colmena de estas organizaciones que se plantean el cambio en su cultura de trabajo. Se proponen conceptos tan brillantes como el liderazgo transformador, la autogestión responsable, el compromiso, la iniciativa y la generosidad en la creación e intercambio de conocimiento; la escucha activa, el respeto, la apertura a la diversidad de criterios y opiniones para favorecer la innovación, entre otros muchos ideales. Sin embargo, todos estos aspectos chocan irremediablemente contra el caparazón impenetrable de las rutinas, determinadas por el rol que cada persona ocupa. Un rol del que resulta difícil desprenderse porque está en constante actualización a través de la red de relaciones que lo sostiene y lo refuerza día a día.
Y volviendo a la pregunta que da título a este artículo: ¿Es posible el cambio en nuestras organizaciones? La respuesta sigue siendo la misma: "El cambio siempre es posible, siempre y cuando se den las condiciones necesarias". Pero, ¿cuáles son entonces estas condiciones?
Por supuesto, un propósito con sentido compartido y las herramientas adecuadas para alcanzarlo continúan siendo elementos fundamentales. Pero no son suficientes. Es necesario quebrar la rigidez de los roles, esa estructura que captura y encadena a las personas en dinámicas relacionales perpetuas, sostenidas por expectativas inamovibles sobre sus capacidades y aspiraciones.
Liberar a las personas significa permitirles desplazarse con mayor libertad en el tablero del cambio: reinventarse, recolocarse y refrescarse cuando sea necesario. Pero esta libertad se ve truncada en organizaciones donde los puestos de dirección o mando se perpetúan, haciendo que una misma persona pueda ser responsable del mismo equipo durante gran parte de su vida laboral. Esta rigidez no solo limita la evolución individual, sino que también anquilosa las dinámicas colectivas, dificultando cualquier posibilidad de transformación real.
Si queremos quebrar estas inercias, existen herramientas que, aunque no sean centrales en este artículo, podrían facilitar el proceso. Medidas como sistemas de rotación interna que fomenten la flexibilidad, la creación de espacios de diálogo, asesoramiento mutuo y experimentación para revisar y redefinir el papel de directivos y mandos o el impulso de liderazgos temporales o distribuidos que eviten la concentración prolongada de poder en una misma persona, pueden ser un primer paso para oxigenar la organización y abrir vías hacia el cambio.
Siguiendo con la metáfora del billar, no se trata de meter la bola 8 —aquella que debe mantenerse siempre en equilibrio— en la tronera al final de la partida, sino al principio. Este movimiento inicial, tan disruptivo como necesario, despoja a las personas de su cotidianeidad, las obliga a reconectarse de nuevo con su realidad, a rearticular sus relaciones y a renovar su rol, experimentando en primera persona la necesidad y la posibilidad del cambio.
Es precisamente en esta dinámica viva y oxigenada donde los referentes cobran sentido y donde un plan estratégico, la formación o cualquier orientación externa tienen posibilidades de encontrar por fin tierra fértil en la que germinar.
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