jueves, 17 de abril de 2025

La verticalidad no es el problema



A menudo se señala la verticalidad de las organizaciones como si fuera, por sí sola, un problema, un lastre estructural que obstaculiza el progreso. En contraposición, se idealiza la horizontalidad como la cúspide evolutiva de la organización moderna, un modelo al que deberíamos aspirar con devoción y que, sin embargo, no logramos alcanzar debido al empecinamiento conservador de las formas jerárquicas.

En realidad, solemos hablar de horizontalidad sin saber muy bien de qué hablamos. Cada cual la imagina como un paraíso de colaboración espontánea, respeto mutuo y libertad compartida. Lo curioso es que rara vez nos preguntamos si contamos con las capacidades, la madurez emocional o los valores colectivos necesarios para funcionar eficazmente en un entorno donde realmente todas las personas estén en igualdad de condiciones para decidir, contribuir y sostener el equilibrio común.

Mi experiencia me dice que no. Cada vez que he intentado impulsar equipos o comunidades horizontales, he visto cómo, con mayor o menor disimulo, emergía fractalmente la verticalidad aprendida por cada uno de sus miembros. Como si lo jerárquico fuera más serio, más seguro, más fiable, los más natural. Y cualquier alternativa horizontal se percibiera como un experimento moderno, deseable pero siempre inoportuno, reservado para momentos informales, festivos o marginales. 

Lo cierto es que lo vertical —como lo horizontal— no es bueno ni malo en sí mismo. Todo depende de cómo se aplique, en qué contexto y con qué propósito. Lo mismo ocurre con la acción de mandar frente a la de dirigir: mandar no es algo esencialmente negativo. Es más, hay situaciones donde es imprescindible que alguien tome decisiones rápidas y otros las ejecuten con agilidad. Lo que resulta problemático es mandar por necesidad personal —para sentirse superior, para calmar una inseguridad, para imponer sin argumentos— y no porque la situación lo exija de forma razonada y puntual.

Lo mismo ocurre con la verticalidad. Esta deviene problemática cuando existe para mantener rangos y se erige sobre más estratos de los que en realidad son necesarios, cuando prescinde del conocimiento distribuido a lo largo de toda la organización en sus procesos de decisión; cuando adopta un enfoque paternalista o centralizador; cuando limita o desincentiva la iniciativa individual o colectiva; cuando interpreta las propuestas alternativas como una amenaza; cuando basa las relaciones en mecanismos de premio y castigo; cuando pierde de vista que su razón de ser es aportar valor a cada nivel de la estructura; o cuando busca perpetuar jerarquías y se convierte en una forma de marcar distancias artificiales entre estratos, como si fuera necesario preservar una separación simbólica entre lo "noble" y lo "plebeyo". Es entonces cuando la verticalidad se transforma en un instrumento de exclusión, de ocultamiento y de empobrecimiento colectivo; en una torpeza organizativa; en un atavismo tribal.

Pero la verticalidad, cuando conecta a las personas y amplifica la inteligencia, cuando está orientada a aportar valor, a facilitar y a proveer de recursos, puede ofrecer claridad, eficiencia y compromiso. Es un modelo organizativo probado, tan válido como cualquier otro cuando se ejerce con responsabilidad y con la voluntad de ser útil a la estructura a la que sirve.

Cuando los niveles altos del organigrama comprenden que los vectores de aportación de valor han fluir de arriba hacia abajo y asumen que su papel es sostener, facilitar y cuidar, entonces la verticalidad deja de ser un problema para convertirse en una opción organizativa útil.

La dificultad surge cuando ocurre justo lo contrario: cuando se instala —de forma explícita o implícita— la creencia de que las bases existen para sostener a quienes están arriba. Es ahí donde empieza a gestarse el malestar organizativo, la desconexión emocional, la resistencia pasiva y, en última instancia, la desconfianza. Cuando la verticalidad deja de ser un canal de servicio para convertirse en pedestal, distorsiona los vínculos, empobrece las decisiones y diluye el sentido de pertenencia. Y es entonces cuando deja de ser de ayuda para convertirse en obstáculo.

La verticalidad no está reñida con la horizontalidad. Cuando las circunstancias exigen fluidez, cocreación o espacios de igualdad —propios de las dinámicas horizontales—, una organización vertical puede habilitarlos sin necesidad de renunciar a su forma estructural. Existen mecanismos para ello. En otros artículos he hablado de las placentas organizativas: entornos protegidos y nutrientes, creados dentro de estructuras jerárquicas, que permiten el desarrollo de equipos autogestionados, la colaboración transversal y la inteligencia compartida. Comunidades de práctica, equipos de innovación o equipos motores son ejemplos de estas zonas de excepción funcional, diseñadas para que lo horizontal emerja allí donde hace falta, sin entrar en conflicto con la lógica vertical del conjunto. No se trata de elegir entre un modelo u otro, sino de saber combinarlos con sentido, inteligencia, intención y respeto por las personas que los habitan.

No, la verticalidad no constituye un riesgo por sí sola, ni es la causa directa del acartonamiento estructural ni de la esclerotización funcional que suelen atribuírsele. El problema está en las personas que ocupan posiciones de poder y en los mecanismos que emplean para conservarlo, blindarlo o justificarlo. La rigidez no nace del organigrama, sino de la manera en que se interpreta y se vive. Es la actitud de quien confunde jerarquía con privilegio, liderazgo con control, o responsabilidad con superioridad la que convierte una estructura útil en un corsé que asfixia. Es el miedo a perder influencia, la falta de confianza en el criterio ajeno o la creencia de que todo debe pasar por uno mismo, lo que endurece las relaciones y detiene los flujos naturales de la inteligencia organizativa.

El problema no es la verticalidad en sí, sino cuando esta se convierte en excusa para decidir en solitario, para acumular información, para ocultar vulnerabilidad o para sostener dinámicas de dependencia. Ahí es donde lo vertical deja de ser un lugar de servicio a la colectividad y se transforma en trinchera de individualidades.

viernes, 4 de abril de 2025

Infantilismos


La infancia, como etapa de la vida, es un terreno fértil en emociones intensas, necesidades urgentes y una visión del mundo centrada en el yo. El niño o la niña, en su desarrollo temprano, se sitúa en el centro de su universo. Esta característica no es un defecto: es una fase evolutiva normal que le permite sobrevivir, construir su identidad y reclamar la atención necesaria para crecer. Ese reclamo constante de atención y la necesidad de ocupar el centro del mundo es lo que se ha denominado “tiranía infantil”: una forma legítima de autoafirmación en la infancia, pero profundamente disfuncional si persiste en la vida adulta o en las estructuras colectivas.

Esta tiranía del yo infantil está magistralmente descrita en la extraordinaria obra de Martha Nussbaum, La monarquía del miedo. Nussbaum señala que el miedo es una emoción primaria que nos acompaña desde los primeros días de vida. Es una respuesta profundamente vinculada a la vulnerabilidad y, precisamente por eso, al deseo de control y dominación. El bebé que no entiende el mundo a su alrededor, que no puede nombrar sus amenazas ni elegir sus respuestas, siente miedo. Y el adulto que no ha aprendido a convivir con la complejidad, la incertidumbre o la frustración, también.

Cuando el egocentrismo infantil —necesario en su momento— no se transforma con el tiempo en empatía, cooperación y sentido de comunidad, corre el riesgo de enquistarse y reaparecer en la vida adulta como formas de inmadurez emocional: autoritarismo, narcisismo, intolerancia, dificultad para convivir con la diferencia o incapacidad para reconocer los límites.

Llamo infantilismo a aquellos comportamientos, actitudes o formas de pensar que se consideran propias del período de maduración infantil, pero que se mantienen o aparecen en una persona que, por edad, ya debería haber madurado. El infantilismo no es simplemente una falta de experiencia; es una forma de resistirse al crecimiento, de evitar la incomodidad que supone la madurez.

Este infantilismo se manifiesta en la evitación sistemática de responsabilidades, en la autocontemplación narcisista, en el egocentrismo, en reacciones desproporcionadas cargadas de dramatismo o victimismo, en la búsqueda constante de aprobación externa ante la imposibilidad de validar la propia conducta o en una dependencia emocional excesiva hacia figuras de autoridad, parejas, amigos o grupos, que suple la falta de autonomía afectiva. 

LA SOCIEDAD Y LA CIUDAD INFANTIL

Pero el infantilismo no se limita a lo individual. Así como hay personas infantiles, también existen sociedades y ciudades infantiles.

Una sociedad infantil es aquella que no ha desarrollado una cultura del pensamiento crítico, que se deja arrastrar por el miedo, la desinformación o el rechazo al diferente; que exige soluciones mágicas y no asume su parte de responsabilidad en los problemas que vive. Es una sociedad que idealiza figuras de autoridad que prometen protección a cambio de obediencia y que se aferra al pasado como refugio ante la incertidumbre del presente. Convierte la frustración en resentimiento y la incertidumbre en nostalgia.

Del mismo modo, una ciudad infantil es aquella que reacciona más que planifica, que no cuida de sus habitantes más vulnerables, que prioriza y facilita el placer inmediato del individuo por encima del encuentro diverso colectivo y que margina todo aquello que no encaja en su imagen idealizada de progreso. Son ciudades que no escuchan a sus márgenes, que temen la diversidad, y que reproducen lógicas excluyentes, incluso cuando se presentan como modernas y abiertas, como amables y hospitalarias.

La inmadurez de una ciudad se hace especialmente evidente a través del infantilismo de quienes la gestionan y de quienes la habitan. Se manifiesta en la prevalencia absoluta de los derechos individuales sobre las obligaciones colectivas: mi derecho a ir en coche, mi derecho a hablar, mi derecho a ser escuchado, mi derecho a hacer ruido, mi derecho a que se callen los demás, mi derecho a mi uso privado del espacio público, etc. Derechos en singular, donde se habla usando el “nosotros” pero donde solo hay beneficio individual o de una minoría, sin vínculo, sin reciprocidad, sin conciencia de que convivir implica inevitablemente negociar, renunciar, ceder y sostener.

Incluso muchos comportamientos considerados socialmente abiertos y simpáticos, como colectivizar la fiesta o la alegría personal esperando que todo el mundo se una a ella, tienen algo de infantil. Suponen una proyección ingenua del propio estado de ánimo sobre los demás, como si todos compartieran automáticamente los mismos códigos, ritmos o necesidades. En ese sentido, la contención, la capacidad de poner freno al impulso y considerar el impacto en el otro, es un rasgo de madurez. Lo adulto no es lo impulsivo, sino lo consciente; no es lo que irrumpe, sino lo que se mide; no es lo que exige, sino lo que se ofrece con responsabilidad.

ORGANIZACIONES, EQUIPOS Y PROFESIONALES INFANTILES

Este infantilismo no se detiene en las personas, en las ciudades y en las sociedades. También se filtra, con naturalidad, en el tejido de las organizaciones. Hay organizaciones infantiles, no porque estén formadas por personas jóvenes o inexpertas, sino porque funcionan con lógicas inmaduras, dependencias emocionales, narcisismos, egocentrismos enquistados y una cultura que rehúye el conflicto, la responsabilidad compartida y el pensamiento adulto.

Son organizaciones que, como las sociedades de las que forman parte, no han desarrollado la musculatura emocional ni ética necesaria para sostener procesos complejos, contener tensiones, asumir contradicciones o gestionar la frustración inherente al trabajo colectivo. Reaccionan como un niño asustado ante el cambio: con parálisis, con quejas, con negación o con la búsqueda de culpables.

Y esta inmadurez se refleja con especial claridad en sus sistemas de dirección y mando. Estructuras jerárquicas construidas sobre la base de la obediencia, la visibilidad del cargo y la necesidad de validación constante. Liderazgos más atentos a proteger su imagen que a acompañar procesos reales. Equipos directivos que confunden gobernar con imponer, decidir con controlar y motivar con seducir.

Incluso en el ámbito del asesoramiento directivo —que en teoría debería ser un espacio de acompañamiento maduro— podemos encontrar infantilismo disfrazado de expertise. Profesionales más centrados en su propio protagonismo que en la realidad que tienen delante; necesitados de ser escuchados, más por obtener atención que por ofrecer un recurso útil. Más interesados en mostrar todo lo que saben que en leer con humildad y atención las necesidades y posibilidades derivadas de la inmadurez del entorno en el que intervienen. Así, a organizaciones aún en fase temprana de desarrollo se les ofrecen discursos sofisticados, sin haber hecho antes el trabajo previo de maduración que les permitiría, como mínimo, comprenderlos y apropiarse de ellos.

MADURAR NO SUELE SER UN PLACER

Porque no se trata de importar marcos de referencia brillantes, sino de ayudar a crecer. Y crecer duele, desgasta, exige renuncias. Pero también es lo que permite dejar atrás la dependencia, el miedo, la reacción impulsiva y entrar en un espacio de responsabilidad compartida, de escucha adulta, de acción ética. Como propone el filósofo Gregorio Luri, tal vez habría que ampliar los derechos de la infancia para incluir el derecho a la frustración, a conocer el significado de los adverbios de negación y a saber que al mundo le importa muy poco nuestra autoestima; lo que valora es si cumplimos nuestros compromisos y hacemos bien nuestro trabajo. Lo mismo cabe decir de las organizaciones: sin límites, sin renuncias, sin contacto con la realidad, no hay madurez posible. Solo un yo colectivo encerrado en la comodidad de sus deseos.

Acompañar a una organización infantil hacia su madurez no consiste en imponer modelos, ni en revestirla de palabras adultas que aún no puede sostener, sino en crear las condiciones para que pueda hacerse cargo de sí misma. Eso implica revisar profundamente sus vínculos, su modo de ejercer el poder, su manera de afrontar el conflicto, su relación con la norma, su capacidad de asumir límites y de sostener la diferencia sin necesidad de negarla, eliminarla o uniformarla.

Requiere también que quienes lideran abandonen el cómodo disfraz del “adulto responsable” que dice lo que se debe hacer desde arriba y abracen el difícil rol del “adulto disponible”, que escucha, contiene, confronta con respeto y ayuda a crecer sin invadir el lugar del otro. La dirección madura no infantiliza; no genera dependencia, sino autonomía. No convierte a la organización en una prolongación de su ego, sino en un espacio compartido que tiene sentido más allá de quien lo dirige.

Todo esto explica también la dificultad creciente para introducir modelos de madurez en nuestras instituciones, equipos y estructuras de poder. No se trata únicamente de resistencia al cambio o de inercia burocrática. Se trata, muchas veces, de una profunda infantilización del liderazgo político y organizativo. En demasiadas ocasiones, quienes ostentan responsabilidades públicas no actúan desde el autocontrol ni desde la visión a largo plazo, sino desde la impulsividad, el narcisismo herido y la necesidad constante de aprobación.

Se ha vuelto penosamente familiar ver a gobernantes, directivos o responsables institucionales que, ante la menor crítica o frustración, hacen pucheros, descalifican al interlocutor, abandonan la conversación o se refugian en el victimismo. Como si la función de gobernar no implicara frustrarse, perder, revisar, errar o corregir. Como si dirigir fuera una extensión de su autoestima narcisista y no un acto de servicio consciente y sostenido.

Esta cultura de la inmediatez emocional, más preocupada por parecer que por ser, más centrada en la emoción del instante que en la construcción del futuro, no solo refleja una profunda inmadurez personal, sino que reproduce fractalmente estructuras incapaces de crecer.

Construir organizaciones requiere cultivar emociones adultas: la empatía, la esperanza, la compasión, la superación, el coraje. Requiere asumir la incertidumbre sin convertirla en amenaza, convivir con la frustración sin culpar al otro y tomar decisiones no desde el pánico ni la seducción, sino desde la responsabilidad.

Superar la monarquía del miedo, como señala Nussbaum, es pasar del yo vulnerable que exige protección, al nosotros consciente que asume el reto de convivir. Ese es también el tránsito pendiente de muchas organizaciones: salir de la infancia del poder para entrar en la adultez del compromiso.