Lo sé porque lo he vivido en propia carne, me refiero al hecho de sentir la mirada desconfiada de alguien con quien he de colaborar. De hecho, no sé si el término colaborar es el más adecuado o se trata más bien de un eufemismo para evitar utilizar otros como tener que seducir, agradar, aprobar o dar la talla… Lo importante es que hay algún matiz que me falta en la colaboración cuando la desconfianza juega algún papel, por pequeño que éste sea, en la relación.
Como sucede con la mayoría de las sensaciones interpersonales, la desconfianza se transmite como una feromona y genera, a su vez, desconfianza. La falta de confianza se expresa en miradas recelosas y vigilantes, en ansiosa búsqueda de corroboración, ya que el antídoto más sencillo y eficaz contra la desconfianza es corroborar su utilidad. Es en este “¿ves?” o en el “ya decía yo” acompañado muchas veces por una patética sonrisa de satisfacción donde se manifiesta una alegría basada en la confirmación de aquel “piensa mal y acertarás”.
La suspicacia que conlleva la desconfianza provoca sufrimiento psíquico en todos los sentidos, tanto en quien la padece como en quien la soporta, rompe con el principio básico de nuestro equilibrio y genera inevitablemente distancia emocional y, por ende, interpersonal.
La falta de confianza conlleva, además, una variante del control que hace que la persona sepa o se sospeche observada, que congela movimientos, irrumpe en los hábitos y promueve, las más de las veces, al error. Es fácil que alguien dé un traspié o como mínimo que camine raro si siente que se le observa y se desconfía de su forma de andar adecuadamente.
A estas alturas de mi experiencia profesional, estoy llegando a la convicción de que en el centro de todos los problemas con los que me encuentro en las organizaciones, ya sea en su funcionamiento ya sea en sus dificultades para impulsarse y renovarse, anida la falta de confianza. Y que, preséntese de manera clara o permanezca bajo múltiples capas del maquillaje de la cordialidad, de ella irradian las causas de todas las disfunciones. Tanto si hablamos de comunicar como si hablamos de implicar, de colaborar o de equipo, todo ello remite a relaciones entre personas y la falta de confianza no es más que el geniecillo que circula entre ellas cortando hilos o anudando un lastre que las hace difíciles, desagradables, insanas, infructuosas y poco llevaderas.
Últimamente que me debato casi continuamente con el tema de la dirección y del liderazgo, la gestión de la confianza está apareciendo en un primer plano advirtiendo ser la verdadera variable sobre la que estos términos adquieren un sentido y sobre la que cualquier actuación cobra un significado.
Me encuentro continuamente con que se me argumenta, casi de manera dogmática, que para confiar se requieren motivos para ello y que, mientras no se tengan, la opción que se impone por defecto es la desconfianza, una actitud perenne con la que hemos aprendido a convivir y que goza del beneplácito de hacernos sentir como en casa por sernos del todo familiar. Y esto me lleva irremediablemente a pensar que si realmente queremos disminuir la probabilidad de error, aumentar la productividad, contribuir a relaciones interpersonales sanas y llevaderas y generar confianza en nuestros equipos necesitamos, tan sólo, la capacidad de correr el riesgo de confiar como primera opción. Que lo que se necesite ganar uno a pulso sea, realmente, la desconfianza y que, además, sea difícil conseguirlo.
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En marzo ya escribí otro artículo muy relacionado: El origen de la desconfianza.
La foto [magnífica] la he encontrado aquí.
Como sucede con la mayoría de las sensaciones interpersonales, la desconfianza se transmite como una feromona y genera, a su vez, desconfianza. La falta de confianza se expresa en miradas recelosas y vigilantes, en ansiosa búsqueda de corroboración, ya que el antídoto más sencillo y eficaz contra la desconfianza es corroborar su utilidad. Es en este “¿ves?” o en el “ya decía yo” acompañado muchas veces por una patética sonrisa de satisfacción donde se manifiesta una alegría basada en la confirmación de aquel “piensa mal y acertarás”.
La suspicacia que conlleva la desconfianza provoca sufrimiento psíquico en todos los sentidos, tanto en quien la padece como en quien la soporta, rompe con el principio básico de nuestro equilibrio y genera inevitablemente distancia emocional y, por ende, interpersonal.
La falta de confianza conlleva, además, una variante del control que hace que la persona sepa o se sospeche observada, que congela movimientos, irrumpe en los hábitos y promueve, las más de las veces, al error. Es fácil que alguien dé un traspié o como mínimo que camine raro si siente que se le observa y se desconfía de su forma de andar adecuadamente.
A estas alturas de mi experiencia profesional, estoy llegando a la convicción de que en el centro de todos los problemas con los que me encuentro en las organizaciones, ya sea en su funcionamiento ya sea en sus dificultades para impulsarse y renovarse, anida la falta de confianza. Y que, preséntese de manera clara o permanezca bajo múltiples capas del maquillaje de la cordialidad, de ella irradian las causas de todas las disfunciones. Tanto si hablamos de comunicar como si hablamos de implicar, de colaborar o de equipo, todo ello remite a relaciones entre personas y la falta de confianza no es más que el geniecillo que circula entre ellas cortando hilos o anudando un lastre que las hace difíciles, desagradables, insanas, infructuosas y poco llevaderas.
Últimamente que me debato casi continuamente con el tema de la dirección y del liderazgo, la gestión de la confianza está apareciendo en un primer plano advirtiendo ser la verdadera variable sobre la que estos términos adquieren un sentido y sobre la que cualquier actuación cobra un significado.
Me encuentro continuamente con que se me argumenta, casi de manera dogmática, que para confiar se requieren motivos para ello y que, mientras no se tengan, la opción que se impone por defecto es la desconfianza, una actitud perenne con la que hemos aprendido a convivir y que goza del beneplácito de hacernos sentir como en casa por sernos del todo familiar. Y esto me lleva irremediablemente a pensar que si realmente queremos disminuir la probabilidad de error, aumentar la productividad, contribuir a relaciones interpersonales sanas y llevaderas y generar confianza en nuestros equipos necesitamos, tan sólo, la capacidad de correr el riesgo de confiar como primera opción. Que lo que se necesite ganar uno a pulso sea, realmente, la desconfianza y que, además, sea difícil conseguirlo.
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En marzo ya escribí otro artículo muy relacionado: El origen de la desconfianza.
La foto [magnífica] la he encontrado aquí.