Lo que hace de la situación actual un momento especial y único es el hecho de que nos dirigimos a escenarios en los que sospechamos un ecosistema totalmente distinto del que ya estamos habituados y que este lugar del que partimos está siendo sacudido por fuertes seísmos y haciéndose pedazos por momentos. Todo apunta a que no hay vuelta atrás posible, ya que pocas cosas se mantendrán igual, desde los recursos de los que disponemos, los cuales indican una tendencia alarmante a ser cada vez más escasos, hasta la manera que tenemos de hacer las cosas, pasando, claro está, por el nuevo papel que están adquiriendo las personas desde el momento que disponen de medios para interaccionar y colaborar de manera fluida en escenarios donde la identidad, la distancia o el tiempo ya no son una limitación.
Esto que sucede a nivel global en países y ciudades se reproduce, detalle a detalle, en las organizaciones a las que ya hace años que se les plantea la necesidad de ir ajustando sus modelos de gestión a las nuevas premisas que van surgiendo y, en definitiva, activar paulatinamente un cambio que cada vez y de manera más rápida abarca más elementos.
Algunos aspectos que hasta hace relativamente poco eran tan sólo una opción propia de empresas más o menos arriesgadas, innovadoras o avanzadas, hoy han pasado a ser un indicador claro de supervivencia, de tal manera que permite discriminar aquellas organizaciones donde se vislumbra alguna posibilidad en el futuro de aquellas que están perdiendo velocidad debido a la viscosidad pegajosa de las inercias, prejuicios y miedos a las que se han quedado adheridas y de las que, en el peor de los casos, no quieren desprenderse.
Entre estos indicadores de salud se halla, como ya se ha comentado tantas veces en este blog, el concepto que, de las personas, es capaz de desarrollar la organización. Un concepto que está íntimamente relacionado con el del liderazgo, ya que las personas son las que, en definitiva, le dotan de sentido y, dependiendo del tipo de liderazgo que se lleve a cabo, se infiere, con bastante exactitud, no tanto la idea que la organización dice como la que tiene sobre las personas: las potencialidades que les supone y las expectativas que deposita en ellas.
Tanto en el nuevo escenario como en el tránsito necesario para llegar a él, las personas tienen un papel que va mucho más allá del de ser los simples “recursos humanos” a los que las han conferido las políticas grises y alfanuméricas del siglo pasado, para pasar a ser también depositarias de conocimientos y portadoras de actitudes imprescindibles para la adaptación de la organización a un entorno que plantea nuevas exigencias, de manera cada vez más rápida y donde los recursos [económicos y materiales] de los que se dispone son cada vez más escasos.
Este aspecto choca visiblemente con ciertos rasgos de cultura corporativa que, de una manera más o menos generalizada, siguen perviviendo en no pocas organizaciones. Uno de estos rasgos es la necesidad sospechosamente enfermiza y a menudo paralizante de mantener y sacarle brillo a los indicadores de estatus en el seno de la organización, indicadores que, la mayor parte de las veces, no aportan ningún valor añadido al aumento de la eficacia y de la eficiencia del equipo que justifica la inclusión de un nivel de responsabilidad en la estructura.
Así pues, ciertas prebendas relacionadas, por ejemplo, con la gestión de la información se consideran sumamente importantes para el mantenimiento del estatus y, al margen de que realmente sea útil, muchos directivos y cargos intermedios consideran que hay cosas que las han de saber “sólo ellos” o “antes que nadie”, so pena de caer en el supuesto caos al que lleva que la “sangre de los príncipes se mezcle con la sangre mercenaria” en el momento de recibir una misma información que probablemente pierda fuerza, dependiendo de la inmediatez o canales a través de los cuales se vehiculiza.
Es relativamente fácil hablar del papel de líder y especular sobre aquellos aspectos que determinan el color de las paredes del nuevo y flamante liderazgo en los tiempos que se avecinan. Pero se echa de menos que se pongan sobre la mesa aspectos que quizás por parecer demasiado prosaicos escapan a nuestra atención y en realidad son frenos muy poderosos para activar un cambio que implica a muchas variables y que va tan allá que supone una verdadera transformación.
Sea como sea, para instalarse en el nuevo escenario habrá que dejar cosas queridas [modelos, formas de vivir, valores, “prebendas”, etc.] por el camino. Este es el precio de la transformación, el de desprenderse de una parte tan importante de ti que incluso puede significar que dejes de ser tú… [Aquí encajan ejemplos como el típico del paso de larva a mariposa, de ahí la foto]
Junto a la promesa de un nuevo período absolutamente distinto y nuevo, toda transformación supone un dolor, aunque sea por el desgarro que supone dejar de ser quien eres para pasar a ser algo distinto. Esto es algo que nadie ignora y es la fuente principal que inspira argumentaciones de lo más dispares para resistirse al cambio. En el caso del liderazgo pasa lo mismo, se pueden cambiar algunas cosas [métodos, estilos] pero puede doler hasta el desmayo el desprenderse de metodologías, procedimientos y formalidades relacionadas tan sólo con visibilizar el estatus. Un verdadero lastre para el viaje que toca recorrer.