Sigue tan vigente como en el primer día aquella teoría enunciada por Douglas McGregor, allá por los años 60, y que se resume en la necesidad de huir del triste enfoque directivo basado en que en la naturaleza de las personas anida, de manera espontanea y natural, la tendencia al escaqueo y de que no puede concebirse otro motivo por el que la mayoría de los mortales arrimaría el hombro que el de obtener a cambio una ganancia al margen de la satisfacción por la calidad, resultado o implicaciones derivadas del trabajo realizado.
Por mucho que se avance en el planteamiento de modelos de liderazgo basados en la confianza, la capacidad y la buena disposición de las personas, a la hora de la verdad y de manera más o menos evidente, éstas son “gestionadas” como si la única vinculación posible con la organización fuera la del mercenariato más desapegado.
Resulta casi una obviedad que las políticas de recursos humanos escoran peligrosamente del lado de los “recursos” y de que el calificativo de “humanos” se emite desde la perspectiva gulliveriana de quien, con más o menos convicción, intenta conciliar los intereses de la organización con los de unos personajes que se mueven por razones prosaicas y ajenas a cualquier motivo que no sea el de obtener un beneficio tangible y relacionado siempre con intereses propios e indiferentes a los propósitos más elevados de la empresa.
Sea como fuere, cada vez que se trata de incorporar a las personas a proyectos o tareas que sean distintos o que trasciendan a las responsabilidades que tienen asignadas, se desarrolla de manera automática y paralela una reflexión dirigida a encontrar un modo con el que remunerarlas partiendo del acuerdo tácito de que ésta es la única manera por la que alguien accedería a hacer algo que difiera [o fuera un añadido] de lo que ya tiene contratado.
La idea de que para muchas personas es motivo suficiente participar de manera voluntaria en un proyecto o llevar a cabo una actuación que se entienda como interesante o necesaria, no suele inspirar muchos de nuestros escenarios directivos en los que revolotea, solitaria, la necesidad de encontrar aquella partida de zanahorias que estén a mejor precio o que se pueda pagar.
Es difícil encontrar una sola causa a este fenómeno. En un principio se puede llegar a pensar que esta filosofía se deriva de una proyección de los propios valores hacia los demás, pero también pudiera ser lo contrario y que se tratase más bien de una concepción “del otro” como alguien “ajeno” y con una concepción distinta del trabajo, ya que no es extraño que se dé el caso de que aquellas personas que esgrimen esa manera de proceder accedan frecuentemente a arrimar el hombro sin esperar contrapartida en aquellas situaciones en las que se cree necesario.
Tampoco es extraño deducir de este tipo de actitudes otros factores como pueden serlo el temor a que invitar a la colaboración exude un malestar organizativo que se intuye y se prefiere mantener subterráneamente o evitar aquello tan temido como generar expectativas a que una implicación en el proyecto por el propio proyecto suponga, como mínimo, incluir aquellos cambios y aportaciones que se puedan sugerir.
Sea como sea y por lo que sea, el peligro de todo esto radica en que las personas suelen estar a la altura de lo que se espera realmente de ellas, que al final uno sólo puede aspirar a obtener aquello que realmente está pidiendo y que, a la larga [o no tan larga] este tipo de expectativas desembocan en culturas corporativas acostumbradas a un tipo determinado de transacción y poco tolerantes a maneras distintas de actuar… vaya, un pez que se muerde la cola…