Junto al Enigma de Nazca, la virginidad de María o la reproducción ovípara del ornitorrinco, también podría figurar en la lista de fenómenos extraños el hecho de que algunos modelos, metodologías o herramientas concebidas para engrasar los mecanismos de desarrollo, cambio y evolución de una organización se conviertan, en no pocos casos, en su principal lastre, entorpeciendo y frenando su avance debido a la obsesión neurótica por el control que supura de los poros de aquellos que las gestionan.
Ejemplos hay muchos, quizás el más comentado sea el del lugar que acaba ocupando la planificación en algunas organizaciones debido al estrepitoso choque que se da entre su necesidad de revisión constante y aquellas actitudes consagradas a perseguir y cortar de raíz cualquier herejía que se desvíe de la concepción inicial.
Algo similar sucede también con los servicios informáticos de muchas organizaciones, principalmente públicas. No es raro que estos servicios que debieran caracterizarse por ser parte substancial del cambio organizativo y ser identificados como agentes absolutamente entregados a su instrumentalización, colisionen más o menos aparatosamente con cualquier proyecto que no emane de ellos mismos, alegando una o varias de las múltiples razones que suelen utilizarse y que normalmente están relacionadas con la incompatibilidad de las plataformas, la seguridad de los sistemas, la prioridad para la organización o las socorridas sobrecargas de trabajo.
Es una realidad conocida el que no pocos gestores del cambio organizativo opten por tirar millas, de manera más o menos subversiva, intentando pasar desapercibidos y fuera del alcance de los radares de unos servicios informáticos que actúan más como censores o inquisidores dominicos que como aquellos que debieran mantener viva, estimular y hacer posible la actualización, la innovación y el desarrollo de la organización.
Pero quizás uno de los casos más flagrantes de cómo algunos modelos pensados para el desarrollo organizativo se han convertido en verdaderos corsés, que inmovilizan y asfixian a la organización con el único objetivo de exhibir un talle esbelto, es el de la calidad.
La calidad, concebida para el bien hacer e incluso a veces, para el bien estar, ha pasado a convertirse en religión en no pocos marcos organizativos donde los responsables de gestionarlos se erigen cual sacerdotes en sus púlpitos exhortando a los feligreses a mantenerse alerta ante cualquier injerencia interna o externa que los aparte del libro sagrado en el que han convertido sus manuales de calidad.
De este modo, normas y modelos pensados para engrasar los engranajes de la organización, facilitar el trabajo y, en definitiva, favorecer la adaptación al entorno en el que ésta adquiere su sentido, pueden pasar a ser el sentido mismo de la organización, usurpando el centro de toda la atención y convertiéndose en prendas que se ciñen hasta el punto de definir curvas imposibles y ahogar en sus marcos normativos la obertura de miras, flexibilidad, tolerancia al error y libertad de movimiento que tanto requieren estos tiempos.
El porqué sucede esto sigue siendo un misterio, aunque sea fácil inferir que la necesidad de cambio y crecimiento de la organización sucumbe con cierta facilidad ante la cortedad de miras, rigidez o simple necesidad egocéntrica por figurar de aquellos responsables de gestionar esos modelos, los cuales, para más inri, suelen contar entre sus habilidades la de hipnotizar y embobar a la organización con complicados encantamientos metodológicos y promesas de modernidad capaces de ocultar la infelicidad, la simplonería y la caspa en la que se van sumergiendo poco a poco.
Ante esto poco se puede hacer, de hecho, hacer, lo que se dice hacer, no suele poderse hacer nada.