Aunque, afortunadamente, cada vez se ve menos, sigue ocurriendo que en el programa formativo de algunas profesiones o puestos de trabajo no se le da la suficiente importancia a competencias básicas sobre las que pivota gran parte de la actuación profesional.
Un ejemplo al alcance de tod@s lo tenemos en ámbito de la salud, donde el tacto o la amabilidad no se han de buscar tanto entre las competencias profesionales exigidas como en las características personales del profesional. La conocida serie televisiva sobre el Dr. House se apoyaba decididamente en este factor.
Otra competencia que se echa de menos en el ámbito de la dirección y de la gestión es la sencillez, entendida como la capacidad para hacer las cosas lo más fáciles posibles. Para no estar, esta cualidad no figura ni tan sólo en el directorio profesional de competencias más pintado. En cambio parece existir un acuerdo común en que la sencillez es básica para que algo tenga la mínima posibilidad de que se le preste atención, de que se haga o de que funcione, un acuerdo que, a la práctica, suele ser respetado poco.
La sencillez es la verdadera Cenicienta de las cualidades y, como ya sucede en el cuento, la ninguneamos en la cocina, a pesar de conocer su importancia, sucumbiendo a su encanto cuando aparece en escena ensombreciendo a la competidora más bella.
Nos guste o no, lo barroco [artificioso y pedante] se ha instalado en lo que hacemos, siendo incluso uno de los criterios a partir de los que se interpreta la calidad de un trabajo o sobre el que se decide el precio de un producto o servicio. Si alguien hace que algo se vea fácil, entendible o asequible, parece como si realmente no debiera ser tampoco muy valioso. Inconscientemente otorgamos valor a lo que no entendemos, de ahí quizás que haya tanto “palabro” y profesional críptico empeñado en consolidar su aportación de valor añadiendo cemento a los muros que protegen su ámbito “de saber” de los posibles embates externos por “saber algo de cómo lo hace”.
En mi colaboración como tutor en proyectos de final de másteres para directivos, voy con mucho tiento en aconsejar sobre este aspecto para no restarle oportunidades a estos proyectos ante los tribunales de evaluación. De alguna manera se exige a los alumnos que elaboren documentos complejos, que pesen, donde se funda el máximo de información en el máximo de formatos posibles y en los que, sobre todo, figure oportunamente la correspondiente referencia bibliográfica, antes que documentos sencillos, eso es, completos pero directos, serios y amables a la vez, con un lenguaje entendedor que apetezca realmente ser leído, ser anotado y que facilite la elaboración de una opinión propia sobre el tema tratado.
De este modo, desde las propias escuelas de gestión se le da valor y se dota de una cierta inercia a la dirección compleja haciendo que lleguen a ser más importante las volutas y trinos con los que adornamos el cómo lo hacemos que el porqué, el qué o el con quién lo hacemos. Algo que luego se intenta combatir con complejas teorías acerca de los múltiples y diversos modos de enfocar el liderazgo, que también suelen ser difíciles de aplicar por su falta de enfoque a las situaciones que se suelen visualizar en el plano de lo real.
Tal y como apuntaban en sus inicios algunos famosos modelos de calidad, los cuales incluían entre sus criterios de evaluación la brevedad y la sencillez, sería muy, pero que muy útil y conveniente, ante el momento de transformación del management en el que nos encontramos, revisar los programas formativos que se imparten habitualmente en torno al tema del liderazgo y de la dirección, así como adecuar a los equipos de formadores que los desarrollan para que se introduzca la sencillez como una cualidad imprescindible para el abordaje de lo que sea, ya que es difícil creer en lo que no se entiende, que la complejidad acaba cansando y que, a fin de cuentas, tan sólo lo que parece sencillo se lleva a cabo.