Actualmente se habla muchísimo de innovación. De hecho, el término ha pasado incluso a sustituir otros que, a fuerza de usarlos, han sido vampirizados, despojados de toda la energía que alguna vez poseyeron y desprovistos de todo su sentido por aplicarse a demasiadas cosas o a nada a la vez.
También ha sido absorbido por otros ámbitos. Así pues, algunos departamentos de calidad, celosos del vanguardismo, lozanía y salud que todavía conserva el concepto “innovación” se han apropiado de él como sinónimo o consecuencia de los procesos de mejora continua, llegándose a afirmar, en algunos casos, que innovación y mejora continua vienen a ser lo mismo.
Respecto a esto, por un lado es cierto que la frontera entre la innovación y la mejora continua es difusa y que una mejora suele ser una manera de hacer las cosas diferentes y por ende de innovar. Pero también es saludable separar la innovación de la mejora continua ya que esta última suele ocupar su espacio en la organización y dispone de su propia liturgia. Pero la innovación, por su carácter de “INnocular algo NUEVO”, distinto a lo establecido, pide a gritos un espacio propio siendo, paradójicamente, aquellos que ofician en la mejora continua, los más reticentes en ofrecérselo ya que, strictu sensu la innovación más potente suele suponer siempre una peligrosa disconformidad. De ahí quizás, una explicación a las resistencias que suele despertar la innovación cuando va por libre y a la necesidad de cubrirla y protegerla con liderazgos valientes que se atrevan a hacer frente a la hegemonía de la calidad y a determinadas maneras de enfocar estas políticas en la organización.
Por otro lado es oportuno reconocer la paradoja a la que nos ha llevado el mecanicismo simplista y lineal con la que se ha abordado el management hasta la actualidad. Un enfoque que no busca tanto comprender la dinámica real de los sistemas sociales, organizativos y cognitivos de las personas [todos ellos más orgánicos que mecánicos] como hacer frente a la ansiedad que la incertidumbre produce en mentes poco flexibles.
La necesidad compulsiva de formalizar, procedimentar y regularlo todo viene a ser, cuando se trata de la innovación, como ponerle puertas al campo, de ahí que la institucionalización de la innovación actúe en contra de lo que se pretende, más como un corsé que la ciñe y la obliga a definir formas convencionales, que como una liberación disruptiva del ingenio creativo puesto al servicio de la evolución de la organización.
El management más ortodoxo es responsable del tiempo, esfuerzo y dinero invertido por muchas organizaciones en crear sistemas inmunológicos que liberen anticuerpos y las protejan de todo aquello con capacidad de alterar su funcionamiento normal, de ahí, quizás, la resistencia al cambio que sorprendentemente exhiben las culturas organizativas incluso cuando lo que pretenden es cambiar. También explica el carácter subversivo, paciente, poco llamativo en las formas y altamente deseable en los resultados que suelen tener las personas responsables de las mejores ideas innovadoras en aquellas organizaciones donde se suelen dar.
Y esto nos lleva ante el verdadero rostro de la innovación que normalmente se personifica en alguien que, estando en la organización, no lo está tanto como para no poder sustraerse de todos aquellos mecanismos que la empujan a converger con lo esperable y formalmente establecido.
Innovar, esto es, tener una idea innovadora y desarrollarla nos remite a aquella persona que, además de buenas ideas tiene la capacidad de riesgo, automotivación, iniciativa, tolerancia a la frustración y capacidad de mimetizarse con el medio suficiente como para pasar inadvertida a los sistemas de defensa organizativos e impulsar su idea hasta que ésta cobra valor para la organización. Un perfil que suele encajar con el del INtraemprededor, también muy en boga últimamente. Es por eso que no puedo dejar de preguntarme: ¿Realmente, hay tanto innovador?
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Foto inferior: The paper crane project by Cindy