A la pregunta de qué se necesita para llevar a cabo las funciones de un determinado puesto de trabajo, la respuesta suele hacer referencia a las capacidades; las personas han de saber cómo hacer aquello que se espera de ellas. Sucede lo mismo cuando se plantea un proyecto o cuando se decide impulsar un cambio, conocer cómo se ha de llevar a cabo este proyecto o este cambio parece ser la condición necesaria y suficiente para emprenderlo.
Podríamos decir lo mismo sobre lo que se requiere para llevar a cabo una reunión efectiva o para obtener ideas de una dinámica participativa, la clave suele situarse en el conocimiento o en el diseño metodológico, no falla: tener conocimientos, un diseño impecable o datos objetivos que confirmen la conveniencia de seguir una orientación determinada, suele considerarse lo más realista, práctico e inteligente.
No obstante, esta idea tan lógica y tan de sentido común, tiene su origen en la creencia decimonónica de la preponderancia de la razón sobre cualquier otro aspecto de la vida psíquica de las personas, algo que ya sabemos que no es cierto pero que no ha variado nada en el pensamiento común, manteniéndose al margen y muy por detrás de los avances en la comprensión de la conducta humana de los últimos 50 años. Efectivamente, razón y emoción no están disociadas, es más, puede ser que ni proceda diferenciarlas y que nuestra toma de decisiones está fuertemente determinada por heurísticas que no se corresponden en nada con la lógica que suele atribuírsele al cerebro.
Pero no es necesario acudir a Kahneman ni a todo el trabajo que se está realizando sobre el funcionamiento cerebral, para saber que lo que suele determinar la posibilidad de que algo se haga o no, es la voluntad de la persona por llevarlo a cabo, algo que no es el resultado de una lógica racional, sino que obedece más a un propósito capaz de generar un impulso emocional al que denominamos “voluntad”.
Así pues, sabemos que, en un puesto de trabajo, más que “saber hacer”, es más importante el “querer” hacerlo, que este aspecto suele ser la fuente de todos los problemas y la causa que motiva a muchas personas con responsabilidades de dirección, a realizar cursos de liderazgo.
Que una reunión funciona para lo que está prevista si las personas quieren que así sea. Que cuando no se quiere, no se sigue el guion y se persiguen todo tipo de motivos, normalmente centrados en otras necesidades de las personas allí reunidas.
Que un plan estratégico tiene más posibilidades de lograrse si los objetivos obedecen a lo que la organización quiere hacer que si se plantean en torno a lo que se debe o se puede hacer.
Que se aprende cuando se quiere aprender, que de poco sirve tener algo importante que decir si no hay alguien al otro lado que quiera escucharlo. Que lo que determina realmente que algo se logre depende total y absolutamente del empeño y voluntad en hacerlo.
Que saber y querer no van de la mano, necesariamente. Que sabemos que deberíamos hacer muchas cosas que en realidad no llevamos a cabo porque no queremos y que hacemos otras cosas que sabemos que no nos convienen pero que, en realidad, queremos hacer.
Que una voluntad sin el apoyo de la razón es mucho más poderosa que cualquier razón sin voluntad. Y que sabiéndolo como lo sabemos, seguimos pensando que lo más significativo es la linealidad del argumento o la impecabilidad del diseño metodológico y ninguneamos o le prestamos poca atención a lo realmente importante; porque no queremos, porqué cuesta.
--