viernes, 26 de octubre de 2012

¿Qué pasa con el e-mail?

Decir que no lo entiendo no sería cierto ya que, inevitablemente, tengo varias hipótesis al respecto, a cual más buena…, pero lo que sí que es verdad es que me saca de mis casillas cuando no se me responde a un e-mail y más cuando esta conducta se da en un entorno profesional.

Y no es que no admita que “alguna vez”, como a mí mismo me ha llegado a pasar, pueda írsele el santo al cielo a cualquiera y olvidarse de dar respuesta a un mensaje, no. Como todo el mundo, voy trazando un perfil de las personas con las que me relaciono a partir de cómo suelen comportarse habitualmente y le presto una especial y lógica atención a aquellos detalles que facilitan la relación y que desde siempre hemos considerado potentes indicadores de “respeto” en las relaciones interpersonales, esto es: ser puntual, dar las gracias, escuchar cuando otro te habla, pedir las cosas “por favor” no interrumpir ni darle la espalda a alguien, no reírse en sus narices, contestar a los mensajes, etc., etc., etc. ¡Vaya!, todo aquello que supuestamente aprendimos con mamá y papá y que técnicamente a algunos se nos enquistó en el mismo centro del cerebro.

No, lo que me pone a cien son aquellas personas que tienen por costumbre no dar ningún tipo de feedback a cualquier mensaje, algo tan sencillo como un “gracias”, un “OK”, un “recibido” o un “ya te diré alguna cosa”, como señal de deferencia y mínima empatía ante la espera lógica por parte del “emisor” de algún tipo de reacción por parte del “receptor”, cuando se ha tomado la molestia de decirle “algo”. Un tipo de respuesta corta y rápida que no justifica el “ay, perdona! es que no he tenido tiempo” con el que algunos tienen la costumbre de responder cuando se les pregunta al cabo de unos días: ¿recibiste el mail que te envié? Una costumbre ésta, la de “quejarse de la falta de tiempo”, que se lleva muchísimo, suele combinar con cualquier cosa y en la que no pocas personas invierten mucho, pero mucho tiempo…

En los veinte años que debe hacer que el correo electrónico se ha ido incorporado progresivamente hasta convertirse en uno de los canales de comunicación principales en aquellos puestos de trabajo que requieren de un ordenador, que ha penetrado en todos los hogares y que se puede consultar desde la mayoría de los teléfonos móviles, se me ocurre que alguien no conteste a los e-mails por una o varias de las siguientes causas:

> Porque sigue pensando que se trata de una “nueva tecnología” [como todo aquello que no sea Word o Excel] y se le puede disculpar la torpeza o la falta de entrenamiento en su utilización.

> Lo pone en la misma categoría de aquellas modas y costumbres antinaturales y poco saludables ante las que hay que desarrollar defensas y protegerse, vaya, como facebook y esas cosas…

> Porque no estamos aquí para hacer un millón de amigos, y piensa que realmente no haga falta responder ni para dar las “gracias”, dando por supuesto que si tú le has enviado el mensaje, pues que ella lo ha recibido ¡y ya está! Vaya que, ¿por qué tanto cuento?

> Relacionado con el anterior, por una concepción centrípeta de la existencia en la cual todo tiende a converger hacia uno mismo y, por lo tanto, se recoge el mensaje olvidándose del mensajero, vaya como si cogieras una carta certificada y, sin mediar palabra, le dieras con la puerta en las narices al cartero.

> Por irresponsabilidad e incompetencia profesional. No es extraño encontrar a personas, de las que dependen decisiones clave para el funcionamiento de muchos procesos, que se jactan de lo importantes que son y de lo ocupados que están por los cientos de correos que no han abierto.

> Sencillamente porque no eres alguien importante, quizás sólo seas un subordinado o un proveedor y por lo tanto no debes esperar más cortesía que aquella que pueda sobrar del derroche de parabienes, reverencias y genuflexiones en los que transcurre el día. De hecho, estas personas, sí suelen contestar inmediatamente a los correos de aquellos que ocupan una posición de poder o influencia superior a la suya, es que si no…

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Fotografía: [cumClavis]

lunes, 22 de octubre de 2012

Sobre asesorar al desarrollo de proyectos

“De aquellos polvos… estos lodos”
Lógicamente, cuando se presenta la mínima oportunidad y se ve impulsada a ello, una persona tiende a extrapolar la propia manera de hacer y de organizarse a cualquier esfera de su vida. Así pues, es difícil que alguien sea impuntual en algunas ocasiones y puntual en otras o que sea amable y educado en su vida privada y grosero o seco en su esfera profesional. No, normalmente las personas son y, en la medida que pueden y quieren hacerlo, se comportan como lo que son, haciendo aquello que creen que deben hacer.

A la hora de enfocar proyectos, este aspecto es muy importante ya que, al margen de lo que diga la teoría al respecto sobre cómo llevarlos a cabo, cada uno es cada cual y tiende a hacer aquello que le sale de dentro cuando el tema y el escenario se lo permiten. Así pues, es aconsejable no esperar objetivos claros, concisos y evaluables de quien no esté orientado a resultados, o sistemas colaborativos y transparentes de quien crea que compartiendo información pierde oportunidades personales. De la misma manera, no cabe esperar que la persona utilice tecnología que no usa o que conceptualice partiendo de filosofías o principios que ignora o en los que, simplemente, no cree. A la hora de comprender un proyecto, su enfoque y cómo espera el/la responsable que se desarrolle realmente, es sumamente importante contemplar este aspecto ya que explica su finalidad, su estructura así como aquellos pequeños detalles que, aunque pequeños, suelen ser determinantes para que la persona que lo lidera confíe en los que colaboran con ella. No pocos malentendidos y tensiones entre personas son debidas a que no se observan “menudencias” que son fundamentales y consideradas básicas en el sistema comprensivo del mundo de quien es responsable de un proyecto. Ni qué decir que este gap es letal para la relación cuando se establece entre el cliente y el consultor.

Los principios y valores que caracterizan el momento actual, basados en la atención a la diversidad, el compartir, el conversar y el colaborar, así como la tecnología en la que se apoyan, son piezas fundamentales y deberían verse reflejadas en el enfoque de cualquier proyecto orientado al desarrollo organizativo: Programas de formación y desarrollo de personas, sistemas de gestión del conocimiento organizativo, planes de comunicación, metodologías para la innovación, etc.

No obstante, las inercias y el lastre que acumulan las culturas de las organizaciones hacen que la realidad suela ser muy distinta y éstas graviten en torno a enfoques tradicionales, basados en modelos que parten de principios obsoletos y que acostumbran a sustentarse en una tecnología pensada para la gestión individual o administrada por una élite técnica que limita, absolutamente, su utilización.

De la misma manera que la persona influye en la organización actuando en función de su propia idiosincrasia y costumbres, qué duda cabe en que la cultura organizativa determina el horizonte de la persona y de que esta influencia bidireccional sea la responsable de la correspondencia directa, en más casos de los que son deseables, entre el grado de actualización y [sobre todo] mentalización filosófica, metodológica y tecnológica de la organización con el de aquellas personas que trabajan en ella.

Así pues, no es extraño que aquellos enfoques que parten de la participación y aprovechamiento en red del conocimiento de las personas, que no le dan más importancia a la estructura que el de identificar las barreras de la organización y que aconsejan la utilización de tecnología que facilite la compartición interactiva, diseñada desde el usuario y sencilla de manejar, despierten desconfianza, sean vistos con cierta suspicacia o se crean más propios de otros escenarios no-profesionales por parte de aquellos mismos que han de impulsar proyectos de desarrollo organizativo. Un punto de vista que, sin lugar a dudas, y por el bien del proyecto, se ha de erosionar  por entrar en colisión con la misma finalidad que se persigue y donde la consultoría puede jugar un papel muy importante.

Para ello y antes de incidir sobre el primer esbozo del proyecto que normalmente da lugar a la relación de colaboración en consultoría, es aconsejable actuar directamente sobre la perspectiva de su responsable incorporando, a la relación, aquella metodología y tecnología que abra la mente, mediante la práctica, a otras posibilidades sobre la propia manera de conducirse y que persigan su generalización a la esencia misma del proyecto que se quiere impulsar.

Formular objetivos realistas, útiles y posibilistas, practicar el beta permanente, diseñar y esquematizar utilizando mapas mentales, compartir toda la información mediante plataformas en red e integrar progresivamente a aquellas personas que se relacionen con el proyecto, asignar a los datos etiquetas para recuperarlos a partir de diferentes registros semánticos, documentar la filosofía de trabajo que vaya surgiendo de la conversación, etc., son, en sí mismas, prácticas transformadoras con una gran potencia sobre el enfoque de cualquier proyecto y, en consecuencia, imprescindibles en cualquier relación de consultoría.

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Fotografía: [cumClavis]


miércoles, 17 de octubre de 2012

Asesorar

Para que pueda ser considerada como tal, la consultoría ha de incluir siempre un asesoramiento. De no ser así no se debería hablar exactamente de consultoría y quizás sería más adecuado referirse a la realización de estudios, dinamización de reuniones de trabajo o prestación de servicios de formación, charlas o conferencias a secas, por referirme sólo a unas pocas de las caras en las que suele descomponerse el complejo prisma de aquello a lo que se denomina consultoría

Aunque el asesoramiento pueda ser muchas veces “secundario” a otro tipo de servicio contratado [formación, etc. …], también lo podemos encontrar como el motivo “primario” de la colaboración, tal es el caso del asesoramiento en cómo desarrollar proyectos concretos, en la toma de decisiones, en el desarrollo y puesta en práctica de competencias profesionales, o en cómo enfocar temáticas de patología organizativa, entre los motivos más frecuentes.

El asesoramiento, ya sea éste primario o secundario a otro servicio, debe contemplar, como mínimo, cuatro aspectos fundamentales:

> Plantear posibilidades: Es decir, enfocar el problema y diseñar la forma de abordarlo que aporte más valor al cliente, esto es: que sea sencillo, factible, menos costoso y con probabilidades de lograr los resultados previstos. Este aspecto es el esperado por desprenderse directamente de las razones del asesoramiento. Dicho de otra manera, es la condición necesaria, aunque no debería ser suficiente, de la colaboración.

> Aportar una perspectiva extra organizativa ["mojarse"]: Uno de los valores añadidos que deben explicitarse en una relación de asesoramiento es el que viene dado por la perspectiva del consultor como alguien externo a la Organización, ya sea importando información técnica como aportando el propio punto de vista sobre el problema o sobre aspectos de la cultura corporativa que inciden directamente en los objetivos de la colaboración. Este aspecto es obviado por no pocos profesionales de la consultoría que, por motivos las más de las veces comerciales, someten el asesoramiento a condiciones que vienen dadas por la cultura organizativa o por la personalidad del cliente y que, paradójicamente, son contrarias a los intereses del propio cliente y de la Organización.

> Desarrollar filosofía de trabajo: Uno de los aspectos que añaden más valor a la relación de asesoramiento es el de razonar el enfoque en función de los valores, principios o paradigmas que lo inspiran. Lejos de limitarse a la aplicación de unos medios que desemboquen en un resultado esperado, debe aliñarse todo el conjunto con una reflexión epistemológica que permita explicar el porqué se ha optado por un modelo de intervención y no por otro. Desarrollar una filosofía de trabajo consecuente y consciente de los conceptos que se manejan es imprescindible para elaborar un discurso que vincule el proyecto con el sentido mismo de la Organización. Limitarse a la solución técnica de algo quizás comporte el quitarse un problema de encima, pero desarrollar la filosofía que subyace a una intervención supone, nada más y nada menos, que aumentar la capacidad de dotar de coherencia y gobernar posibles situaciones futuras. La excesiva orientación a satisfacer la necesidad del momento y el paralelismo fácil que se establece entre hacer filosofía y perder el tiempo, suelen ser las principales causas de que este aspecto también brille por su ausencia en muchos asesoramientos.

> Facilitar la consciencia de cambio: La consultoría ha de incidir directamente en el desarrollo competencial de la persona asesorada hasta el punto de impactar claramente en una mayor autonomía en el desempeño de sus funciones. Tal es la potencia pedagógica que se le debe exigir a este tipo de intervención. Es por ello que señalar los cambios en la manera de actuar y facilitar la consciencia de transformación a lo largo del proyecto en el que se está colaborando, es otro de los aspectos importantes que se deben tener en cuenta en un asesoramiento.

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Fotografía: [cumClavis]



jueves, 11 de octubre de 2012

Dormir

Seguramente las personas se despiden cada noche y se dan la bienvenida por la mañana porque de manera más o menos consciente saben que, aunque se empeñen en medir el tiempo en años, realmente lo que se vive es un día, cada día, uno tras otro sí, pero cada uno por separado, marcado por el abrir y el volver a cerrar los ojos.

Al margen de objetivos, proyectos, deseos o ambiciones, el reto, el gran reto al despertar cada mañana no debiera ser otro que saldar la jornada de tal manera que se pueda conciliar plácidamente el sueño una vez terminada.

Es muy probable que la dificultad radique en la sencillez extrema de este planteamiento, pero entre el abrir y cerrar de ojos que delimitan una jornada, no debiéramos plantearnos otra cosa que no dejar de hacer todo lo que podamos hacer relacionado con aquello que depende de nosotros, de tal manera que pueda quedar, además, como lo último que hemos dicho o hecho.

Así, un día tras otro, viviendo una vida entera entre cada abrir y cerrar de ojos, hilvanando cada jornada como si fueran cuentas de un collar que pudiera darse por bien acabado cuando no exista ya, al día siguiente, un “buenos días” para nosotros.


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Fuente de la fotografía.


domingo, 7 de octubre de 2012

Con la voz, la mirada y las manos.

“Una sola certeza, la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y mental…” [Mal de escuela: Daniel Pennac]

Hace ya veintiocho años que hice mías y apliqué a mi práctica docente el aprender a aprender o el aprender haciendo y nunca he albergado duda alguna sobre la potencia que el debatir, manipular o construir puede tener sobre muchos aprendizajes.

Aprender mediante la práctica progresiva, guiada y modelada está en la base del aprendizaje de la mayoría de los oficios y de muchas [por no decir, todas] tareas que se llevan a cabo en un puesto de trabajo. Y quizás sea esto, la necesidad de dar al aprendizaje una forma tridimensional en nuestro cerebro, lo que lleva a interiorizarlo aplicando en ello todos los sentidos.

En cuanto a la importancia que tiene el trabajo en grupo y el debate para cocinar el aprendizaje junto a la diversidad de pensamientos, puntos de vista y experiencias de los participantes, ha sido una de mis máximas a lo largo de mi vida profesional, no tanto por la influencia que ejerce el hecho de que suela exigirse que aquella formación a la que me dedico sea “práctica”, entendiéndose por ello el que “hagan algo en el aula”, sino porque la tipología de participantes que suele asistir a mis cursos, talleres o charlas, tienen un bagaje experiencial tal que sería un verdadero derroche no tenerlo en cuenta y del que merece la pena asumir el rol de quien enciende la mecha para beneficiarme, junto a todos, de la explosión que normalmente suele seguir a continuación.

Pero hoy no he venido aquí para hablar de las excelencias del “aprender haciendo”, del “aprender compartiendo”, de los trabajos en grupo, de los debates plenarios o del e-learning, no. Sino que asisto para defender el lugar que una vez tuvo la “exposición oral” entre las metodologías docentes para favorecer el aprendizaje. Un lugar que no pocas veces es ocupado por dinámicas sinsentido que buscan evitar el rollo soporífero e hipnótico de quien seguramente tampoco sabe exponer o quizás, sencillamente, tan sólo no sabe.

Una sobrevaloración del trabajo en grupo en el aula ha llevado a que, por regla general, muchos gestores de formación hayan decidido que un tanto por ciento muy importante del tiempo de una sesión presencial deba dedicarse, independientemente de los objetivos formativos, a alguna actividad práctica que arranque al participante de la obnubilación, estupor o coma en la que se le supone, sin lugar a dudas, instalado al poco de cualquier exposición.

Lejos de ser compartida, esta posición choca con las expectativas de algunos participantes, ya que, así como hay quien lee recogido en sí mismo para trasladarse individualmente a aquellos escenarios o situaciones que se desarrollan en un libro sin necesidad de leer en voz alta o de compartir impresiones en un grupo de lectura, hay también quien tan sólo busca en algunos talleres aquello que alguien puede decirle y no persigue en la formación otra cosa que atender a un conocimiento experto que le interesa y que seguramente ha supuesto más esfuerzo en adquirirse que el tiempo que se emplea en transferirlo.

Sostengo que una exposición bien hecha está a la altura de la mejor de las dinámicas participativas y requiere, como en estas últimas, de la capacidad necesaria para llevarla a cabo. Esa capacidad no se refiere tan sólo al conocimiento experto que se exige para hablar sobre un tema sino a la capacidad de hilar el discurso y expresarlo en un relato orientado a convocar y capturar la presencia de cada participante.

Es este objetivo, el de capturar la presencia del participante y evitar que levite hasta perderse en la estela de problemas o preocupaciones que suele seguirle, lo que convierte a la exposición en quizás una de la técnicas más difíciles de llevar a cabo, ya que exige, por parte del docente, exponerse y expulsar del escenario mesas, sillas, atriles o cualquier objeto material o imaginado capaz de interponerse entre el diálogo que debe establecer con cada una de las personas a las que se dirige; echar mano y dominar aquellos ingredientes lingüísticos y paralingüísticos capaces de desplegar un discurso narrativo con una potencia visual similar a la de un cuento bien explicado y, quizás lo más difícil, entregarse con la pasión suficiente como para sujetar los cabos emocionales de aquellos que le escuchan.

Ahí radica su secreto, su dificultad y quizás la clave que explica muchas de las suspicacias que todavía despierta, ya que se ha demostrado sobradas veces que “enseñar”, por sí sólo, no comporta necesariamente que alguien aprenda.

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Fotografía de [cumClavis]