lunes, 18 de marzo de 2024

Autoconsciencia

  

A menudo, por conocerse a uno o a una misma, se suele interpretar el saber los orígenes del propio comportamiento. Conocer las causas por las que se escoge una respuesta y no otra ante determinadas situaciones. Saber por qué sentimos de tal o cual manera. Cómo si comprendiendo el por qué, a qué se debe y hasta dónde se remonta esta causa, tuviéramos la clave para activar o desactivar esta actitud, emoción o conducta a consciencia.

Tiene sentido que establecer una relación de causa y efecto respecto a por qué nos sentimos y comportamos de determinada manera, puede tener el poder de relativizar el momento y hacernos creer que se tiene la posibilidad de decidir cómo reaccionamos. Aunque esto tampoco tiene por qué ser así, los humanos sabemos de sobra muchas cosas y, en cambio, podemos comportarnos de forma muy distinta a la que, supuestamente, nos dicta el sentido común. Está claro que comprender no acaba de convencernos.

Aun así, aunque conociendo el origen de nuestros comportamientos fuera una condición válida para gobernarlos, se trataría de un método harto costoso y arduo, tanto que está fuera del alcance de una gran mayoría de los bolsillos y de las voluntades de los mortales de a pie. Tal y como lo podemos ver comprobando el coste y la persistencia que exigen algunos marcos terapéuticos que se dedican a ello como el psicoanálisis.

Quizás alguien pueda creer que puede comprender el por qué más profundo de su personalidad indagando en sí mismo, sólo en casa, sin necesidad de someterse a un marco metodológico determinado. Pero es poco probable que lo consiga, está claro que siempre tendremos una impresión, una intuición o una creencia sobre porqué somos cómo somos, pero ya hace tiempo que se sabe que, cualquier relato que elaboramos de nosotros mismos está construido sobre multitud de sesgos inconscientes, que nuestra narrativa mental está determinada por desvíos sistemáticos de pensamiento y que nuestra memoria está plagada de recuerdos y olvidos selectivos. Al final, muchos de estos relatos de “autoconocimiento comprensivo”, son eso, un relato, un cuento autocomplaciente sobre nosotros mismos que nos permite seguir siendo como creemos que somos.

Entonces, si comprender e iluminar la oscuridad en la que se halla el origen de nuestros miedos y deseos es tan difícil y costosa ¿por qué hablamos de cultivar la autoconsciencia? ¿qué significa?

Conocerse no significa, necesariamente comprender, uno puede conocer y tener consciencia de que existe tal o cual planta en el bosque, pero ello no supone que deba comprender por qué está ahí, ni sus orígenes. Es más, se puede hipotetizar, debatir y hacer mil y una afirmaciones sobre ello, pero esto no influye en que siga estando en este bosque ni en cómo se relaciona con quien pasa por él.

“Conocer”, tal y como utilizamos este término aquí, significa tomar consciencia de algo, saber que está ahí. En el caso de un estado emocional, significa detectar su presencia, tomar distancia de él para poder verlo en perspectiva, como si fuera algo distinto de quien lo observa. Por ejemplo, si conduciendo alguien o algo me frustra, tener consciencia de mi ira sería verla emerger ahí, como si yo mismo me estuviera diciendo, “mira, ahí está mi ira, invadiendo este instante e intentando tomar el control de la situación”. Detectar y aislar aquellas emociones que surgen ante determinados estímulos y ver cómo determinan la respuesta, este momento perceptivo es lo que se denomina autoconocimiento.

La autoconsciencia suele tener un efecto balsámico debido a dos motivos:

El primero es que ponernos en el rol de observador de nuestras emociones permite tomar distancia de ellas. No se trata de negarlas ni de no considerarlas propias, simplemente quiere decir no considerarse uno con ellas por el simple hecho de estar observándolas, de haberlas detectado, de haberse dado la vuelta para verla ahí, detrás nuestro, empujándonos.

El segundo es que mirar la emoción a los ojos, permite separarla del estímulo que la ha generado y ofrece la posibilidad de relativizar y comprender la fragilidad del vínculo que tiene con él. Qué ante una misma situación podemos responder de distintas maneras, que todo depende de cómo nos pille. Que la emoción y el comportamiento en el que se concreta, no pertenecen al estímulo. Que se trata de una elección que realizamos, la mayor parte de las veces, de manera inconsciente.

La autoconsciencia y la capacidad de contención y gobierno de nuestras actuaciones es lo que hace posible decidir quién se quiere ser en cada momento. Se trata de una de las posibilidades que nos ofrece el grado de desarrollo frontal al que hemos llegado y que nos distingue como humanos. Al tomar consciencia de nuestras emociones y comportamientos, podemos cultivar una mayor comprensión de nosotros mismos y del mundo que nos rodea. En última instancia, el autoconocimiento no trata solo de entender, sino también de aceptar y celebrar la diversidad de nuestras experiencias internas.

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lunes, 11 de marzo de 2024

Si no quieres cambiar, no impulses el cambio

 

Cualquier proceso de cambio, en una organización, supone una sacudida que, ya sea pequeña o grande, saca a cada cual de su sitio para encajarlo en otro distinto que se supone será mejor para afrontar los nuevos retos que motivan el cambio.

Está claro que es necesario contar con la implicación de las personas para que este cambio sea ágil y efectivo, libre del dolor y desconcierto que ocasiona tener a un grupo de personas vagando nostálgicamente por la organización, clamando y buscando regresar a algo de lo perdido con el cambio. Quienquiera que no sepa esto, no mantiene un contacto con la realidad a la altura de los datos objetivos que esta nos regala cada día.

Dirigir no es lo mismo que liderar

Impulsar el cambio, y más cuando este cambio supone introducir algo muy nuevo que modificará sustancialmente las reglas de juego, requiere de un liderazgo fuerte capaz de generar confianza y producir, en las personas, anticuerpos con los que vencer su lógica resistencia a apostar por algo distinto de lo que constituye su cotidianeidad. Apelar al interés del cambio por el cambio o a lo estimulante de estar inmersos en procesos continuos de innovación es desconocer lo más básico de la naturaleza humana.

Aunque se use como sinónimo de manera habitual y peligrosamente frívola, liderar no es lo mismo que dirigir; liderar implica volverse, literalmente, hacia las personas para hacerlas converger hacia un objetivo común.

En un mundo “cambiante” es lógico suponer que cualquier persona con responsabilidades de dirección debiera tener capacidades de liderazgo, pero a la vista está que no es así, en la actualidad, la capacidad para aunar intereses e implicar a las personas a colaborar para el logro de objetivos está oscurecida e invisibilizada por el valor que se le da  a otras capacidades más relacionadas con el individualismo, la competitividad y la asimilación de las personas a recursos fungibles para la mera obtención de resultados rápidos.

La importancia de la convicción y la relatividad de los mecanismos.

Cualquier proceso de cambio responde a un por qué y se traduce en un cómo. Sin estos dos factores no es posible siquiera plantearse el cambio. La convicción en el por qué es determinante para la salud del cambio, el cómo sólo es un instrumento, la palanca que lo hace posible.

Pero la ineficacia del instrumento no ha de incidir en el propósito del cambio. La causa que explica el corto recorrido de algunos procesos de cambio es que nacen descabezados, sin la convicción en un propósito concreto y solo se apoyan en la supuesta infalibilidad de las herramientas o mecanismos utilizados para cambiar. Sin convicción, se tolera poco la frustración que genera el que los mecanismos no funcionen como es de esperar y, en consecuencia, se abandona el cambio. Si la dirección no está convencida del cambio no debe impulsarlo, hacerlo es un ejercicio franco de irresponsabilidad y de despilfarro obsceno de recursos y de la confianza de los equipos o personas implicadas.

Cuestionar las herramientas, su uso y actuar en consecuencia

Las herramientas no aseguran por sí mismas el cambio, su eficacia responde siempre a dos factores: uno es la idoneidad de su diseño y el otro la adecuación de su uso.

Impulsar un proceso de cambio requiere seguir de cerca estos dos factores, introducir mecanismos para realizar ajustes y para corregir el uso. Un martillo está diseñado para clavar, pero, según sea lo que se quiere incrustar, se realizaran ajustes a este diseño, esto es lo que diferencia un martillo de carpintero, del de un albañil o el de un zapatero. Pero también hay quien puede utilizarlo para golpear cabezas y los problemas derivados de ello no deben ser, lógicamente, imputados al martillo.

Los instrumentos de gestión del cambio deben considerarse, entonces, como prototipos en permanente revisión, pero el seguimiento de su eficacia no debe focalizarse sólo en aspectos de su diseño, sino que se debe extender también a quien los usa.

En una organización tipo, la gran mayoría de las herramientas de cambio son desplegadas por la estructura directiva. Por ello, la convicción, la alineación y el compromiso del equipo directivo son fundamentales para el uso adecuado de estas herramientas. Hay que llevar a cabo un seguimiento y control de este equipo y actuar en consecuencia para corregir cualquier desviación que pueda dar al traste y amenace el propósito de cambio.

Si no se está dispuesto a hacerlo, a dedicar tiempo, recursos y aplicar medidas correctivas cuando sea necesario, entonces quizás no debería ser el cambio lo que se deba considerar en primer lugar.

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lunes, 4 de marzo de 2024

Tómate en serio la comunicación

  

La comunicación suele ser uno de los puntos débiles del que se quejan las organizaciones, básicamente cuando impacta en el clima laboral, la eficacia o la productividad. Los problemas suelen plantearse desde los resultados en forma de interrupción de flujos, de falta transversalidad y de colaboración interdepartamentales, de duplicidad de tareas, de dificultad para obtener información de las bases, de déficit de motivación, etc. Una serie de problemas para los cuales suelen prescribirse soluciones complejas basadas, normalmente, en la reconstrucción de procesos y en actualizaciones instrumentales. Baterías de medidas que, en una mayoría significativa de casos, cuando se aplican, no suelen acabar con el problema. Esto solo, debería hacer pensar en la adecuación del diagnóstico realizado y en la idoneidad de la intervención que se suele realizar.

Veamos, las intervenciones organizativas pueden actuar sobre aspectos instrumentales, actitudinales o culturales y, dependiendo de esto, son de tres tipos: superficiales, centrales o basales.

Las intervenciones superficiales actúan sobre los aspectos instrumentales, es decir, los objetivos, los conocimientos, las habilidades, las tecnologías, los mecanismos o los procedimientos. Se les denomina superficiales porque se manejan en la superficie organizativa, en lo que se ve y se puede manipular.

Las intervenciones centrales ponen el foco en las actitudes. Son centrales porqué lo que se hace, el cómo se hace o la posibilidad de que se haga está absolutamente determinada por la voluntad de querer hacerlo. La actitud, no hay que olvidarlo, es un componente más, junto al conocimiento y a la habilidad, de estar en posesión de una competencia o capacidad para llevar a cabo una actividad determinada como, por ejemplo, comunicarse.

Las intervenciones basales son aquellas que actuan en la cultura, principalmente en las creencias y en los principios morales que orientan las actuaciones, es decir, los valores. Se las denomina basales por hallarse en el núcleo de la toma de decisiones y, en consecuencia, de cualquier comportamiento individual o movimiento colectivo.

La gran mayoría de problemas de comunicación se deben a aspectos actitudinales y al sistema de creencias de las personas, es decir, culturales. De ahí que las actuaciones superficiales con las que suele abordarse tengan tan poco recorrido.

Las disfunciones comunicativas en las organizaciones suelen tener su origen en el predominio de una cultura individualista que empuja a las personas a creerse autosuficientes y a recelar de los intereses que pueden tener las otras personas. Esto no significa que la cultura sea necesariamente oscura y poco atractiva, en absoluto. Una organización dinámica y competitiva puede tener una cultura que incite a sus profesionales a pensar que lo que cuenta es lo que haga en su ámbito de responsabilidad y que la comunicación sea más una concesión amable, para cuando hay tiempo, que una necesidad para coordinar, sincronizar y enriquecer las actuaciones del equipo.

Una cultura individualista presta poca atención a la comunicación, en esto no hay duda, pero la gravedad de las consecuencias no hay que buscarla de nuevo en los aspectos instrumentales, sino en los actitudinales. La descoordinación, la falta de iniciativa o la desinformación, suelen ser el resultado del enfado de las personas, un enfado que no tiene porqué explicitarse abiertamente como tal, sino que suele manifestarse mediante desconexión, falta de implicación o una indiferencia dócil a las instrucciones y comandas que puedan llover.

El aspecto más corrosivo que caracteriza la falta de atención a la comunicación, tan típica en nuestras culturas organizativas, es la ordinariez con la que se trata la comunicación interpersonal. Las personas no se enfadan por aspectos mecánicos sino por sentirse ninguneadas, es decir, con poca atención a lo que necesitan saber, irrelevantes por cómo se les habla o por qué, directamente, no se las escucha. Es en este momento, cuando para remediarlo, se diseñan, fútilmente, todo tipo de andamiajes y exoesqueletos comunicacionales que corrijan milagrosamente este déficit.

Pero como decíamos, de poco sirven los instrumentos si no existe la voluntad y la convicción de utilizarlos. De ahí la importancia de que los proyectos de mejora de la comunicación sean tomados en serio y liderados desde la más alta dirección, que no sean tratados de manera ortopédica y secundaria, que la comunicación sea algo más que una “soft” skill y pase a ser algo importante, lo más importante, el propósito central de cualquier interacción, de la más pequeña, en su nivel más básico, el de la comunicación respetuosa, oportuna, atenta y amable. ¿Quién iba a enfadarse, de este modo?

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lunes, 26 de febrero de 2024

Saber marchar: una cuestión ética en consultoría

La consultoría desempeña un papel crucial en el crecimiento y desarrollo de las organizaciones. La principal ventaja de contratar los servicios de profesionales de la consultoría externos a la organización radica en su capacidad para observar desde una distancia objetiva, con ojos neófitos.

Esta perspectiva no condicionada por la cultura interna permite identificar áreas de mejora, proponer soluciones innovadoras y desafiar el statu quo. La consultoría bien llevada a cabo no solo conlleva la aplicación de conocimientos especializados, sino también la capacidad de cuestionar las prácticas establecidas y aportar ideas frescas.

A medida que el o la consultora pasa tiempo y se afianza en una organización, la inmersión con la cultura interna puede tener consecuencias inesperadas: Su presencia y manera de hacer ya no es novedad, sus respuestas y actuaciones se tornan previsibles, establece lazos personales, es asimilado por el núcleo de poder, pierde perspectiva y su olfato para detectar problemas y oportunidades se va atenuando a medida que se familiariza con el ambiente y la rutina diaria. Lo que antes era novedoso y desafiante se vuelve rutinario, y la capacidad para cuestionar las prácticas existentes disminuye. Este fenómeno suele ser el responsable de que, tarde o temprano, el o la consultora pierdan su capacidad de generar cambios significativos.

Pero el riesgo más importante que surge cuando el profesional de la consultoría se acomoda a una Organización es la generación de relaciones de dependencia.

Algunos profesionales de la consultoría pueden encontrar comodidad y seguridad al convertirse en una figura central en la toma de decisiones. Este fenómeno, aunque puede brindar resultados aparentemente positivos a corto plazo, representa un desvío ético que compromete la esencia misma de la consultoría externa.

Cuando un consultor se convierte en la única fuente de respuestas y soluciones, la organización depende en exceso de su experiencia y visión. Esto crea una vulnerabilidad significativa, ya que la dependencia extrema obstaculiza la capacidad de la organización para diversificar su capacidad de adaptarse a nuevos desafíos y puede desembocar en la atonía, repetición y falta de autonomía para la toma de decisiones críticas.

Utilizo el término "umbilicación" para referirme a este tipo de conexión donde consultor y organización parecen haber creado un vínculo permanente, cerrado, excluyente y, a todas luces, nocivo para la organización.

La umbilicación de la consultoría es tóxica para la organización porque empobrece la diversidad de pensamiento, ya que el o la consultora pueden volverse reacios a desafiar las prácticas establecidas o sugerir soluciones fuera de su área de confort. Además, inhibe la capacidad de la organización para buscar nuevas perspectivas y enfoques innovadores, ya que todo se canaliza a través de la figura central del consultor que suele actuar como un tapón a otras influencias externas. Y, finalmente, puede ir acompañada de falta de transparencia, ya que el profesional de la consultoría puede estar menos inclinado a señalar aquellos problemas o desafíos que podrían comprometer su posición.

La ética en la consultoría implica no solo ofrecer soluciones efectivas, sino también empoderar a la organización para que tome decisiones informadas y sostenibles a largo plazo. Mantener una distancia profesional saludable y fomentar la autonomía de la organización son aspectos fundamentales a tener también en cuenta dentro de esta ética profesional.

Llegados a este punto, la analogía de la consultoría con Mary Poppins resulta particularmente reveladora. Al igual que la niñera mágica, la persona que lleva a cabo consultoría debe reconocer la importancia de saber cuándo es el momento de alejarse. La escena final de Mary Poppins, donde ella decide no acompañar a la familia al parque y se eleva con su paraguas en busca de nuevos proyectos, simboliza la necesidad de renovación y la resistencia a la complacencia.

La consultoría ética comprende que su valor radica en su capacidad para aportar perspectivas externas y desafiar constantemente la norma. En última instancia, como Mary Poppins que se eleva hacia nuevos horizontes, la consultoría y el consultor ético comprenden que su verdadera magia radica en ser catalizadores de cambio, no un elemento inmutable en la rutina diaria de la organización.

Mantener una distancia profesional saludable y fomentar la autonomía de la organización son los elementos clave que permiten que la consultoría cumpla su propósito transformador y dinámico. En este juego de paraguas y magia organizacional, la renovación constante es la fórmula para asegurar que la consultoría siga siendo una fuerza positiva y eficaz en el crecimiento y desarrollo de las organizaciones.

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Imagen de Sophia en Pixabay

Este artículo ha sido publicado en el blog de la Red de Consultoría Artesana


lunes, 19 de febrero de 2024

¿Para que sirven las palabras?

 

- Sganarelle (Levantándose bruscamente.): ¿No entendéis nada de latín?

- Geronte: No.

- Sganarelle (con  entusiasmo):  Cabricias  arci thuram,  catalamus,  singulariter,  nominativo, haec  musa,  la  musa;  bonus,  bona,  bonum. Deus  sanctus,  estne  oratio  latinas? Etiam,  sí. Quare, ¿por qué? Quia substantivo et adjecti-vum, concordat in generi, numerum, et casus

En este fragmento del “Médico a PalosMolière traza una caricatura de los médicos de su época, los cuáles, daban explicaciones confusas utilizando el latín para, de este modo, imponer su autoridad.

Traigo esta anotación, inspirado por una conversación reciente con Joan Manuel del Pozo, mientras participábamos en un diálogo sobre valores y liderazgo. El profesor del Pozo se refirió a Molière mientras comentaba el hecho, tristemente tan extendido, de utilizar términos especializados o en otras lenguas para referirse a conceptos que pueden comunicarse con un lenguaje común y compartido.

Hay quien comunica utilizando jerga especializada o anglicismos para disfrazar, lo simple, de una complejidad que rescate de lo común y eleve el tema tratado o, como se burlaba Molière, para conferirse una autoridad insinuando un conocimiento que busca poco más que actuar como espejo de la ignorancia del otro. Vaya, una pedantería donde las haya y mírese como se mire.

Así pues, las capacidades o competencias profesionales de siempre han pasado a denominarse “skills”, el reciclaje profesional, “reskilling”, el proceso de acogida a nuevos empleados, de toda la vida, “onboarding” y un largo etc., de nuevas incorporaciones al lenguaje del “management” como: “leadership, stakeholder, team building, performance, strategic planning, KPI (Key Performance Indicator), storytelling, break, ROI (Return on Investment), core competency o scalability”, que ya tenían un equivalente y se entendían perfectamente en la lengua común, que en el contexto en el que se utilizan no necesitan internacionalizarse y que, probablemente, responden a otro tipo de necesidades más relacionadas con proyectar una imagen profesional sofisticada, “top ten” o “cool” por parte de quien las utiliza.

En los Goya de este año se destacó la importancia de una fotografía de calidad en el cine, ya que contribuye a que una película conserve su vigencia a lo largo del tiempo. Del mismo modo, la elección de la terminología adecuada para expresar conceptos específicos demanda una responsabilidad similar. Si se adopta una terminología en función de una moda estéril que no añade valor a la acción, la acción corre el peligro de envejecer con la moda.

 

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La imagen es de Eastman Johnson (1866)