martes, 11 de noviembre de 2025

La importancia de las pausas portal

 

Llamo experiencia portal a aquellas vivencias que te transportan a otro plano de existencia, que marcan un antes y un después en tu vida. Son actualizaciones internas desde las cuales el mundo se contempla, a partir de ahí, con una mirada distinta, renovada.

Las experiencias portal suelen recordarse como hitos evolutivos, como puntos de inflexión que señalan un cambio en la manera de percibir, comprender o estar en el mundo.

Una experiencia portal puede surgir de una lectura, una conversación, una charla, la visión de una pintura, una relación o de cualquier instante en que algo —una idea, una emoción, una imagen— produce un clic mental que ilumina lo que hasta entonces permanecía invisible.

Desde esta definición, uno no decide qué es un portal y qué no. Los portales se abren cuando confluyen dos fuerzas: algo externo que provoca la chispa  y una predisposición interna a dar ese salto evolutivo. No son planificados; aparecen, suceden, nos atraviesan.

Sin embargo, el concepto de portal puede adquirir una dimensión menos existencial y más práctica, perfectamente aplicable —y, de hecho, necesaria— en los entornos profesionales. Me refiero a las pausas portal.

Una pausa portal es un momento suspendido entre dos situaciones distintas, cada una con su propia naturaleza y exigencias, que requiere de la persona el máximo nivel de presencia. Y con presencia no me refiero a estar físicamente, sino a estar cognitiva y atencionalmente disponible, libre de los residuos mentales de la situación anterior y plenamente orientada hacia la siguiente.

En un entorno laboral cada vez más acelerado, transitamos de un asunto a otro sin concedernos tiempo para soltar, integrar o reorientar la atención. Llevamos la mente saturada de lo anterior hacia lo siguiente, arrastrando tensiones, expectativas y ecos emocionales que enturbian la percepción y disminuyen la calidad de la presencia.

La pausa portal tiene el propósito de interrumpir ese flujo automático y crear un breve espacio de regeneración mental. Podríamos decir que abre una zanja simbólica entre momentos distintos de la experiencia, evitando que se mezclen y permitiendo que cada uno conserve su identidad. Esa zanja no es un vacío improductivo, sino un territorio fértil donde la atención se reordena y la mente recupera su capacidad de presencia.

Quienes se dedican a la formación conocen bien la necesidad de estos espacios. Suelen servirse de las pausas de café o de pequeños descansos, situados estratégicamente para separar temáticas o fases de trabajo que requieren un breve intervalo de distensión y conciencia. Esas pausas no solo sirven para descansar, sino que delimitan, preparan y dan sentido a lo que viene después. Son lo que, en este artículo, denominamos pausas portal.

Y la necesidad de ponerle un nombre no surge de ningún afán por renombrar lo obvio —lo que siempre hemos llamado descanso, pausa o desayuno—, sino de la voluntad de profesionalizar y cualificar estos espacios.

Nombrarlas "pausas portal" permite visibilizar su verdadero propósito: no se trata solo de interrumpir la actividad, sino de crear un túnel de lavado mental y emocional que nos ayude a desprendernos de los residuos de la situación anterior. Solo así es posible recuperar la atención, la disposición emocional al otroy la calidad conversacional necesaria para que las reuniones, las decisiones o los intercambios profesionales se realicen desde un estado de presencia lo más limpia y renovada posible.

Estas pausas actúan como transiciones conscientes que hacen que cada momento de trabajo conserve su identidad propia. Son pequeñas prácticas que, bien integradas, mejoran la precisión en la toma de decisiones, la capacidad de escucha, la calidad del pensamiento colectivo y el bienestar de las personas.

Porque, del mismo modo que en las acciones formativas estas pausas están naturalmente integradas, también deberíamos incorporarlas y normalizarlas en todos nuestros entornos laborales.

Debería resultar habitual prever una pausa portal entre reuniones, del mismo modo que se programa un descanso o un cambio de sala. Solo la vivencia de ser protagonista de una transición consciente y calmada —de una video reunión a otra, por ejemplo— ya sería algo agradablemente llamativo y revelador de una organización que cuida la calidad del tiempo y la atención de quienes la habitan.

Una práctica tan simple como esa diría mucho de la cultura organizativa, especialmente si la comparamos con el desorden, la ansiedad, las prisas, el surfeo, la superficialidad y el cansancio que caracterizan buena parte del trabajo actual. Frente a la aceleración y el desgaste, las pausas portal ofrecerían un respiro lúcido, un modo de habitar con más conciencia los márgenes entre una acción y otra.

Pero no solo son necesarias las pausas entre reuniones; también deberían preverse entre una tarea y otra, entre el cierre de un proyecto y el inicio del siguiente, o entre periodos del año que marcan cambios de ciclo, como el inicio o el final del curso, la vuelta de vacaciones o el cierre de ejercicio.

Debería haber pausas portal antes de mantener una conversación difícil o emocionalmente cargada, o después de una reunión intensa o conflictiva, para permitir que la mente y el ánimo se reorganicen. También antes de una presentación importanteuna entrevista de selecciónuna sesión formativa o una intervención pública, cuando es necesario centrar la energía y conectar con la intención.

Podrían integrarse en los momentos de evaluación —antes de analizar resultados o dar feedback—, o tras una toma de decisiones compleja, para liberar la tensión acumulada y dejar que lo decidido asiente en la mente.

Incluso en la vida cotidiana del trabajo, una pausa portal puede ser el breve intervalo entre responder un correo sensible y escribir otro, entre atender a una persona y concentrarse en una tarea analítica, o antes de cambiar de entorno o de rol dentro del mismo día.

Conviene advertir que no toda pausa entre actividades tiene por qué ser una pausa portal. De hecho, muchas personas llenan esos intervalos con nuevas microtareas —revisar el correo, responder mensajes, mirar el móvil— que prolongan el continuo cognitivo entre una situación y la siguiente.

El carácter de portal solo se adquiere cuando la pausa está deliberadamente pensada para su propósito, es decir, cuando se utiliza para tomar conciencia del estado en el que se abandona una situación y del estado en el que se aborda la nueva.

Esa toma de conciencia actúa como un acto de higiene mental y emocional: permite liberarse de tensiones, pensamientos obsesivos o malestares que puedan arrastrarse, y abrirse con ligereza y presencia a lo que viene después.

Entre lo que termina y lo que empieza no basta con detenerse: hace falta un gesto que señale el paso, que invite a soltar y a disponerse. Ese gesto es el ritual, la forma más humana y práctica de convertir una pausa en portal.

Ritualizar las pausas portal no tiene nada de esotérico ni de místico: es, en realidad, una herramienta práctica para cuidar la calidad mental y emocional con la que transitamos entre actividades. Incorporar pequeños rituales ayuda a estructurar el tiempomarcar los límites y reajustar la atención antes de entrar en un nuevo contexto.

En el ámbito profesional, los rituales portal tienen un enorme potencial práctico. Pueden integrarse fácilmente en la dinámica diaria y adaptarse al tono de cada equipo o persona. Funcionan como micromecanismos de cuidado cognitivo y emocional, que mejoran la atención, la escucha, la toma de decisiones y la disposición hacia los demás.

Ahí van algunos rituales sencillos que pueden ayudar a convertir las pausas en portales de transición. Son solo ejemplos, cada persona o equipo puede adaptarlos o crear los suyos propios, según su estilo y cultura de trabajo:

Antes o después de una reunión

  • Un minuto de silencio consciente de la respiración, con los ojos cerrados o abiertos, simplemente observando la respiración y dejando que se asiente la mente.
  • Explicar cómo llega cada persona, con una frase breve: “vengo disperso”, “con energía”, “aun procesando la reunión anterior”. Este gesto genera presencia y empatía.
  • Cierre con una frase o gesto simbólico: “con esto lo damos por concluido”, “gracias por las aportaciones” o un aplauso conjunto.
  • Mover el cuerpo, levantarse, estirarse o cambiar de posición para marcar físicamente el final de una fase.

 Entre tareas o cambios de contexto

  • Cambiar de entorno: Caminar unos pasos o dar un paseo. El movimiento físico señala al cerebro que algo termina y algo nuevo comienza.
  • Un gesto de limpieza simbólica, como vaciar la papelera digital o cerrar las pestañas abiertas.
  • Una breve respiración consciente, acompañada de la pregunta: “¿qué dejo atrás?” y “¿con qué quiero conectar ahora?”.

Al cerrar o iniciar un proyecto

  • Escribir una frase de cierre, reconociendo lo aprendido o agradeciendo la colaboración del equipo.
  • Revisar brevemente lo logrado y permitir un minuto de silencio antes de pasar al siguiente objetivo.
  • Nombrar lo que se deja y lo que se abre, como acto de reconocimiento colectivo.
  • Obtener lecciones aprendidas, revisando qué aspectos de lo experimentado han de modelar actuaciones futuras.

 Entre periodos del año o de actividad

  • Realizar un pequeño balance personal o de equipo, identificando lo que se desea conservar y lo que se quiere soltar del ciclo anterior.
  • Dedicar unos minutos a imaginar el nuevo ciclo, visualizando el propósito que nos ha de inspirar.

Antes o después de conversaciones o decisiones significativas

  • Una breve respiración en grupo o individual, con la intención de limpiar emociones previas y abrir la escucha.
  • Nombrar el propósito de la conversación, dejando claro qué se busca, para alinear la atención.
  • Cierre consciente, dedicando unos segundos a reconocer el valor del intercambio, incluso si no hubo acuerdo.
  • Caminar unos pasos en silencio después, para dejar reposar lo vivido antes de volver a la actividad.

Estos rituales no son normas ni protocolos, sino formas de devolver al trabajo su dimensión humana y consciente. Su fuerza reside en la repetición con sentido: cuanto más se practican, más se integran y más natural resulta transitar entre actividades sin arrastrar el ruido del pasado inmediato.

Ritualizar las pausas es, en definitiva, una forma de recordar que la calidad del trabajo depende también de cómo atravesamos los espacios intermedios. Porque, posiblemente, el futuro de la productividad no dependa tanto de hacer más, sino de saber cerrar y abrir mejor. Solo quien sabe soltar lo anterior puede llegar entero a lo siguiente.

 

viernes, 24 de octubre de 2025

“Es muy importante… pero no tengo tiempo”


Seguro que has oído esta respuesta. Puede que incluso haya sido la tuya ante alguna invitación o sugerencia que no formaba parte de tu rutina habitual.

No pasa nada: se trata de algo muy extendido. La falta de tiempo se ha convertido en una coartada socialmente aceptada para justificar la falta de atención a asuntos que -al menos en teoría- consideramos importantes.

Es cierto que hay momentos en los que el tiempo simplemente no alcanza. Las obligaciones se encadenan, los márgenes desaparecen y apenas queda espacio para cumplir con lo esencial. Hay etapas en las que el tiempo no se elige, sino que se padece.

Y también hay veces en que no es tiempo lo que falta, sino energía: llegamos al final del día saturados, con la mente agotada, y aunque quede una hora libre, no queda combustible para nada que requiera atención o profundidad. El tiempo útil no se mide solo en horas, sino en la energía que podemos poner en ellas.

Tampoco siempre decidimos sobre nuestro propio tiempo. En muchos entornos de trabajo, las urgencias, las reuniones y las demandas inmediatas colonizan el espacio de lo que creemos realmente importante.

Pero lo curioso es que, más allá de estas circunstancias reales, el “no tengo tiempo” se ha convertido en una fórmula automática. Una expresión que utilizamos sin pensar demasiado, casi como una respuesta reflejo, que suena razonable y nos deja a salvo. Detrás de ella, sin embargo, puede que se escondan motivos menos evidentes.

Encubre, por ejemplo, que no todo lo importante lo es en el mismo grado. Hay cosas importantes… y otras más importantes. Y, cuando toca decidir, el tiempo se reparte de acuerdo con lo que realmente valoramos, aunque no siempre lo reconozcamos así.

Encubre también que nunca tenemos todo el tiempo ocupado. Una realidad incuestionable. A lo largo del día siempre hay momentos; a lo largo de la semana también y a lo largo del año tenemos semanas o días que dedicamos sin dudar a aquello que pueda aparecer y que sí consideramos importante.

El problema, en realidad, no es el tiempo: es el valor que asignamos a cada cosa.

A veces, aquello que decimos que es “muy importante” quizás no lo sea tanto para nosotros. Pero admitirlo resulta incómodo. No queda bien decir que no nos apetece o que, sencillamente, no lo valoramos tanto como otras cosas. Por eso recurrimos al argumento del tiempo: suena razonable, nos libra del conflicto y, con el tiempo, incluso llegamos a creérnoslo.

Así es como desarrollamos discursos defensivos sobre nuestras prioridades, hasta confundir lo que decimos valorar con lo que realmente valoramos. Y así, entre excusas bienintencionadas, se nos escapa la sinceridad más simple y liberadora: admitir que no es que no tengamos tiempo… es que no queremos.

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Foto de Who’s Denilo ? en Unsplash

domingo, 12 de octubre de 2025

Lo insoportable de “tener la razón”

 


Qué desgaste querer “tener la razón”.

En serio.

Cada vez me parece menos atractivo.

Y no por dudas sobre su relación con la verdad, no.

Sino porque tener la razón suele implicar tenerla contra alguien.

Una especie de deporte de contacto en el que el objetivo es demostrar que el otro se equivoca.

Tener la razón se convierte así en un arma contundente, una maza de convicción con la que se golpea —con elegancia o sin ella— a quienes todavía no han entendido “lo evidente”.

Una guerra a mazazos de razón, que nada tiene que ver con mazazos razonables.

Las personas que tienen la razón suelen tener, además, un punto de insoportables.

Están tan convencidas de su versión que la exhiben como un trofeo frente a quienes no la han ganado.

Reivindicar la razón que se tiene es, en el fondo, un acto narcisista: una forma de pedir reconocimiento.

Y lo peor es que quien tiene la razón se siente autorizado a reñir siempre:

—cuando la defiende, porque está en posesión de la verdad;

—y cuando se la reconocen, porque lo hacen tarde.

Y es curioso cómo incluso en ese momento solemne en que el mundo por fin les concede la razón, no pueden evitar coronar la escena con un gesto ofendido, como si dijeran: “ya era hora”.

Ya ves tú, tener la razón, con la multitud de razones que existen para cada cosa.

Porque —y aquí está el matiz que casi nadie ve— tener la razón no es lo mismo que tener razones.

Tener razones es algo profundamente legítimo, incluso necesario: son los argumentos, las experiencias y las convicciones que sostienen lo que uno piensa, decide o hace.

Tener razones es un acto de coherencia; tener la razón, en cambio, un acto de conquista.

Las razones se ofrecen; la razón se impone.

Yo, sinceramente, ya no discuto por quien tiene la razón. Paso. 

Prefiero tener solo mis razones: las que dan sentido a lo que pienso, hago o decido y que puedo compartir sin ánimo de convencer, para que cada cual tome lo que le sirva...o lo deje.

No me interesa ganar ninguna guerra dialéctica ni coleccionar cabezas de equivocación ajena. 

Porque en el fondo, cada uno tiene sus razones, sus heridas, sus aprendizajes y sus manías.

Y quizá la verdadera sabiduría no esté en tener la razón, sino en no necesitarla.

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La imagen es un detalle de "Breakfast Table Political Argument" [1948] de Norman Rockwell.


martes, 7 de octubre de 2025

La dimensión personal de liderar el cambio

 


Tanto las palabras líder como cambio forman parte del vocabulario habitual en cualquier ecosistema de management que quiera mantenerse en la onda verbal al uso.

Suenan bien. Son modernas, vibrantes, luminosas. Invitan a pensar en movimiento, energía, impulso, innovación, futuro. En definitiva, en todo aquello que parece necesario para no quedar fuera de juego en un entorno que se transforma sin descanso.

La evidencia de esa continua transformación de cualquier entorno —social, tecnológico, político, económico u organizativo— y la necesidad de adaptación que genera por parte de todo organismo que habite en él, ha perdido su invisibilidad primigenia. Lo que antes era una intuición o una hipótesis se ha hecho visible y concluyente. Negarlo, a estas alturas, sería una forma más de negacionismo contemporáneo.

Del discurso brillante a las preguntas básicas

Durante años, el liderazgo y la gestión del cambio se han convertido en lugares comunes del discurso organizativo. Son conceptos de moda, cargados de valores deseables y alineados con el espíritu de los tiempos.

Por eso, no es de extrañar que proliferen los modelos, metodologías y programas que tienen por objetivo facilitar o enseñar a “liderar el cambio”.

Sin embargo, cuando el discurso desciende a la práctica cotidiana, aparece una brecha entre lo que se dice y lo que realmente se hace. Del lenguaje moderno de la transformación se pasa, con demasiada frecuencia, a las constantes de siempre: la falta de tiempo, la impaciencia y las prisas vuelven a ocupar todo el escenario.

Y es ahí donde tiene sentido la reflexión que comparto en este artículo.

Antes de hablar de cambio, antes de planificarlo o comunicarlo, hay que preguntarse si realmente se cree en él, si se está dispuesto a sostenerlo y si se está preparado para dejarse transformar por él.

Este artículo propone, precisamente, tres preguntas necesarias —y profundamente personales— que debería hacerse toda aquella persona que pretenda iniciar un proceso de cambio.

1. ¿De verdad creo en el cambio que quiero impulsar?

Antes de comunicar el cambio, de convocar reuniones o de redactar planes de transformación, quien pretenda liderar un proceso de cambio debería hacerse una serie de preguntas personales que lo sitúen frente a sí mismo:

¿Creo realmente necesario el cambio para el futuro de mi organización o equipo?

¿Estoy seguro de que lo que me interesa del cambio es su impacto sobre el propósito del equipo o más bien se trata de un impulso imitativo o un deseo de marca personal, de vestirme de líder de cambio?

Estas preguntas son importantes y conviene responderlas medida y reposadamente. Porque sin una convicción real sobre la necesidad y el sentido del cambio, cualquier intento de liderarlo se convierte en pura escenografía.

2. ¿Estoy dispuesto o dispuesta a darle al cambio el tiempo que necesita?

Liderar un cambio supone tiempo: tiempo para diseñar, debatir, reflexionar, relacionarse, reorientarse y, a menudo, volver a empezar. Tiempo para detenerse, para pensar antes de actuar, para escuchar lo que aún no se ha dicho y para que las personas encuentren sentido a lo que se les propone.

Ese tiempo es incómodo para la lógica de las organizaciones que confunden la velocidad con la eficacia y que miden el compromiso en base a la cantidad de actividad y no a la calidad de las decisiones.

Pero el cambio no entiende de atajos. No puede comprimirse en cronogramas ni resolverse a golpe de plan de acción. Requiere maduración, contraste, elaboración y, sobre todo, convicción. Convicción para defender los espacios donde se gesta el sentido, incluso cuando otros los consideran una pérdida de tiempo.

Porque liderar el cambio también es sostener la impaciencia ajena: la de quienes quieren resultados inmediatos, la de quienes desconfían de lo que aún no se puede medir, la de quienes necesitan certezas antes de moverse. Y es asumir que esa defensa del tiempo necesario te situará a menudo en el lugar incómodo de quien parece ir más despacio que los demás, cuando en realidad está cuidando que el proceso no pierda profundidad.

El cambio exige constancia, presencia y una mirada larga. Requiere aceptar que habrá momentos de duda, retrocesos, correcciones y cansancio. Que a veces se avanzará sin saber muy bien hacia dónde, y que ese desconcierto forma parte de cualquier proceso de transformación real.

Por eso, liderar el cambio es un acto de fe en el tiempo: en el tiempo de las personas, de las conversaciones, de los vínculos, y en ese tiempo interior que cada uno necesita para integrar lo nuevo.

Aquí cabe hacerse las siguientes preguntas:

¿Estoy dispuesto o dispuesta a dar al cambio el tiempo que necesita, aunque eso signifique ir más lento de lo que desearía?

¿Sé distinguir entre el tiempo que se “pierde” y el que se “invierte”?

¿Estoy preparado o preparada  para sostener la presión de quienes piden resultados inmediatos?

¿Dispongo de la paciencia necesaria para acompañar los procesos humanos que el cambio implica?

Y, sobre todo: ¿creo lo suficiente en lo que quiero cambiar como para dedicarle mi tiempo, sin garantías de un éxito inmediato?

3. ¿Estoy preparado o preparada para cambiar yo también?

Liderar el cambio no consiste solo en mover piezas, sino en aceptar que el tablero también cambia, y que con él cambia la posición, la relación y la identidad de quien lidera. Cualquier modificación en el entorno o en el equipo transforma también la relación de ese entorno y de ese equipo contigo. Por coherencia, si el contexto cambia, tú también debes cambiar.

¿Estoy dispuesto o dispuesta a ello? ¿A cambiar mi rol, a modificar mis hábitos, a redefinir mis dependencias e independencias, a revisar mi identidad profesional y personal?

Porque liderar el cambio no es solo gestionar un proceso externo, sino gestionar la metamorfosis interior que desencadena. Puede implicar ceder protagonismo, compartir decisiones, dar autonomía, renunciar a ciertos privilegios simbólicos o a esa necesidad de control y reconocimiento que muchas veces satisface nuestro yo más narcisista.

Y ahí es donde el cambio se vuelve profundamente personal. La transformación de tu papel no es solo un efecto colateral del proceso: es una condición necesaria para que el cambio sea posible.

Los equipos no cambian por decreto ni por el efecto mágico de unas palabras bien articuladas; cambian porque ven un modelo de coherencia en quien los lidera. El cambio se hace creíble cuando se encarna.

Para acabar:

Quizá el gran reto de liderar el cambio hoy no sea metodológico ni técnico, sino profundamente personal: llegar a verse como parte del proceso que se pretende impulsar. Porque el cambio no empieza en la organización, sino en la persona que decide provocarlo o guiarlo.

Se trata, en definitiva, de dejar de hablar de cambio para empezar a serlo y de dejar de ejercer liderazgo para encarnarlo.

Solo entonces las palabras líder y cambio recuperan su sentido original: el de mover a alguien hacia adelante, empezando por uno mismo.

martes, 23 de septiembre de 2025

Liderazgo relacional: ¿Tiene algún sentido seguir hablando de ello?


Hace más de una década que imparto clases de liderazgo relacional a profesionales del ámbito del asesoramiento político. Mi participación se inició en un momento en el que parecía que este enfoque encajaba de manera natural con las dinámicas emergentes: se hablaba de abrir la gobernanza, de implicar a los agentes sociales, de incorporar la voz de la ciudadanía y de impulsar valores de colaboración. Era un clima en el que el liderazgo relacional se presentaba como la opción evidente.

 

Este año, sin embargo, me he visto en el dilema de preguntarme si todavía tenía sentido insistir en ello, dadas las condiciones políticas y sociales actuales a nivel mundial. Porque el escenario ha cambiado de forma vertiginosa. Hoy, apostar por el liderazgo relacional puede sonar incluso a gesto contracultural y uno se arriesga a que lo miren con cara de ¿qué me estas contando?

 

Conviene aclarar qué entendemos por liderazgo relacional. Como es de imaginar, no es un estilo que se base en la autoridad jerárquica ni en la imposición del relato, sino en la construcción de vínculos sólidos que permitan afrontar retos colectivos. Es un liderazgo que pone en el centro la calidad de las relaciones: cómo se comparte el poder, cómo se distribuye la voz, cómo se generan dinámicas de confianza y cómo se cuida la reciprocidad. En lugar de centrarse en controlar a las personas, busca crear las condiciones para que trabajen juntas de manera sostenible, confiable y corresponsable.

 

Pero, vivimos un tiempo en el que la palabra “ganar” se asocia a impactos inmediatos: titulares, control del relato o victorias electorales rápidas. En este contexto, el liderazgo relacional puede parecer poco efectista: no busca brillos instantáneos, sino legitimidad sostenida, confianza acumulada y adhesiones que resisten el paso del tiempo y las crisis.

 

La libertad, por ejemplo, se ha vaciado de su sentido comunitario para convertirse en un comodín al servicio de intereses particulares. Como advierte Joseph Stiglitz en Camino de libertad (2024), el término ha sido secuestrado por usos ideológicos que justifican desigualdades en lugar de ampliarlas, erosionando así el bien común y dificultando los pactos. El liderazgo relacional responde redefiniendo la libertad en clave de obligaciones compartidas: reglas que amplían la libertad colectiva, como sucede con la semaforización en el tráfico o con los estándares de transparencia que protegen a todos.

 

La desigualdad se ensancha y deja a la ciudadanía en posición de espectadora. La precariedad convierte el miedo en emoción dominante y favorece el refugio en liderazgos de protección inmediata y soluciones fáciles. Son respuestas que ofrecen calma en el corto plazo, pero que rara vez generan confianza duradera ni abren horizontes de transformación. El liderazgo relacional, en cambio, solo puede sostenerse si garantiza seguridad psicológica y compromisos mínimos de cuidado: tiempos previsibles, canales de escucha, reglas claras de trato y reparación.

 

Se premia la visibilidad por encima de la contribución, se normaliza la ética instrumental y el cortoplacismo social erosiona la paciencia necesaria para sembrar vínculos duraderos. Incluso la persona y sus derechos corren el riesgo de quedar reducidos a recursos útiles para agendas de poder.

 

En este marco, insistir en el liderazgo relacional puede parecer ir a contracorriente. Y sin embargo, es precisamente aquí donde cobra todo su sentido. Porque este tipo de liderazgo no se sostiene en modas ni en métricas de corto plazo, sino en principios éticos: cuidar los vínculos, redistribuir voz además de recursos, ritualizar la reciprocidad, situar a la persona en el centro y hacer de la integridad una práctica verificable.

 

Si en otros tiempos el liderazgo relacional podía presentarse como opción evidente, hoy se revela como opción necesaria. No porque los tiempos lo favorezcan, sino porque sin él, el desgaste institucional, la fragmentación social y la desconfianza seguirán creciendo. Y porque, en última instancia, gobernar desde el ego-sistema es una carrera hacia el agotamiento, mientras que hacerlo desde el eco-sistema es la única manera de perdurar.

 

En este sentido, cabe reconocer que sin liderazgo relacional la comunicación política corre el riesgo de seguir el camino de degradarse en propaganda y el marketing político en manipulación. Frente a los liderazgos de protección inmediata y las soluciones fáciles, el liderazgo relacional propone un camino más exigente pero también más duradero: cultivar vínculos, sostener la confianza y construir legitimidad compartida.

 

Por eso, después de tantas dudas, he llegado a la conclusión que sí: sigue teniendo todo el sentido impartir esta sesión de formación. Porque en un tiempo marcado por la desconfianza, convertir el liderazgo relacional en objeto de reflexión y de práctica es, en sí mismo, una herramienta de activismo. Una forma de resistir la crisis de confianza actual y de contribuir modestamente en la siembra de un horizonte político más ético, más sostenible y, en definitiva, a la altura de lo verdaderamente humano.