jueves, 19 de junio de 2025

Hoy, cuídate. Mañana también


Invade mi campo visual la campaña de sensibilización sobre el cáncer en la que colaboran los autobuses de mi ciudad. En su lateral, enormes carteles me interpelan con frases como: ¿Me echarán del trabajo si digo que tengo cáncer? Y entre semáforos y frenazos, ahí sigue la pregunta, cada vez más incrustada en la retina, cada vez más normalizada en el discurso urbano.

No puedo evitar conectar esa frase con la desconfianza que sentimos hacia las organizaciones, ese carácter extractivo que se les atribuye —y que tantas veces se ganan—, como si todo en ellas respondiera a una lógica fría: producir más, rendir siempre, que no falle la maquinaria. ¿Tienes cáncer? Qué mal. Pero no olvides que esto no es personal: simplemente, no nos sales a cuenta. La ciudad no lo dice así, pero lo delega en una campaña bienintencionada que, sin quererlo, pone el foco en el miedo y no en el derecho, en la amenaza y no en el cuidado.

Sigo avanzando entre volantazos, cavilando sobre esa frase que me acaban de normalizar, cuando otro autobús me ofrece alivio económico: “Cámbiate de compañía de luz, paga menos”. Un hombre sonriente sostiene una taza de café humeante, como si el ahorro fuera un gesto íntimo, cálido, una finalidad en sí mismo, la solución a tanta extracción. La ciudad me repite sus eslóganes, sus prioridades: gasta menos, produce más, compra ahora, rinde siempre. Todo se traduce, todo se mide. La eficiencia y la eficacia como horizontes, la ansiedad y el miedo como combustible.

Y entonces me entran ganas de desobedecer.

De tapizar las marquesinas y rotular los autobuses con otros lemas. No para vender nada, sino para reequilibrar el relato. Para recordarnos que la vida no es un Excel, ni un ciclo de consumo, ni una promesa de ahorro.

Reivindico eslóganes como:

·      Mira el cielo, lo bonito que está.

·      No te olvides de regar las plantas. 

·      No pasa nada si hoy no puedes con todo.

·      Tal y como está, ya está bien.

·      No somos perfectos

·      Hay cosas que no salen bien.

·      No tienes que estar bien todo el tiempo.

·      Deberías conocer mejor a esa persona.

·      No siempre hace falta ser fuerte.

·      Hay días que solo se pueden atravesar, no arreglar.

·      No te olvides de sonreír.

·      Qué tengas un buen día

·      Lo que sientes, tiene sentido.

·      A veces descansar es más urgente que resolver.

·      No te olvides de respirar

·      Date tiempo para escuchar.

·      Está bien no saber qué hacer.

·      También esto pasará, aunque ahora no lo parezca.

·      Lo imperfecto también tiene valor.

·      También se vive en lo incierto.

·      No huyas de lo que duele, escúchalo.

·      Puedes parar sin rendirte.

Lemas que no se valoran por su eficacia comercial. Sin retorno de inversión. Pero con sentido. Con humanidad. Con la fuerza suave de lo que no busca conquistar, solo acompañar. Que nos recuerden que hemos de cuidar y de cuidarnos. Que hay otra forma de habitar la ciudad, el cuerpo, el tiempo.

Qué distinto sería poder leer en la trasera de un autobús:

“No te obsesiones con producir. Hoy, cuídate. Mañana también.”

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Imagen ficticia para ilustrar este artículo. No corresponde a una campaña real.



miércoles, 11 de junio de 2025

Moverse en la frontera del conocimiento


Quizás no sea casualidad que el lema que escogí en mi juventud fuera una frase extraída de Los tres impostores, de Arthur Machen: Omnia exeunt in mysterium  [Todo desemboca en el misterio]

Me atrajo entonces, y aún me reconozco en ella ahora, porque apelaba a una verdad que no puede demostrarse pero sí habitarse: la realidad, por mucho que lleguemos a creer conocerla, nunca deja de proyectar una sombra de indefinición, una grieta que escapa a las palabras, a las fórmulas, a las clasificaciones cerradas. Todo lo que se explica con precisión acaba rozando un límite donde empieza a asomar el misterio.

Mis inicios en la neuropsicología abonaron, sin saberlo, ese terreno incierto en el que siempre me he sentido más cómodo: el de las preguntas que no se cierran, los sistemas que no responden a esquemas simples, los fenómenos que desafían cualquier lectura unívoca. La mente, con su actividad impredecible, su plasticidad silenciosa y su persistente falta de linealidad, me mostró pronto que el conocimiento no es nunca una conquista definitiva, sino una aproximación frágil, situada, provisional.

Fue en ese contexto donde oí por primera vez la palabra "holístico", un término -en aquellos años- extraño, importado del inglés, difícil de traducir y aún más de explicar en nuestra lengua. Pero sugerente. Hablaba de una forma de ver el mundo que no fragmenta, no diseca, no reduce la complejidad a partes intercambiables, sino que concibe los fenómenos como un todo vivo, interrelacionado, donde cada elemento resuena con los demás. Una mirada que no pretende controlar, sino comprender; no simplificar, sino escuchar lo que late más allá de lo evidente.

Quizás por eso, con el tiempo, este modo de pensar se ha filtrado también en mi forma de acompañar a personas, equipos y organizaciones. No abordo los encargos como si se tratara de aplicar recetas, ni busco confirmar lo que ya se cree saber, sino explorar lo que aún no se ha dicho, lo que no encaja del todo, lo que resiste a los mapas previos. Mi tarea, en ese sentido, no es tanto diagnosticar como sostener preguntas, abrir posibilidades, afinar la escucha. Y aunque a menudo eso no dé respuestas inmediatas, sí ayuda a que emerjan comprensiones más fértiles. De alguna manera, todas y todos intuimos que cada luz proyecta sus sombras.

Nunca me he sentido cómodo en el campo de las certezas ni he querido quedarme mucho tiempo allí. Me aburre enormemente el dogma, me incomoda la repetición. Y aunque busco constantemente actualizarme y comprender mejor, sé que cada conocimiento que incorporo, lejos de darme seguridad, me acerca aún más a la frontera de lo que ignoro. Es como si cada respuesta abriera nuevas preguntas, como si cada certeza provisional me recordara la inmensidad de lo que aún no sé. Me muevo entre hipótesis, intuiciones, indicios y signos que no siempre conducen a afirmaciones claras, pero sí a comprensiones más amplias. Y eso me exige una convivencia constante con la duda, no como renuncia, sino como una forma de respeto profundo por aquello que todavía no entendemos del todo. No me refiero solo al conocimiento científico o formal, sino también a la experiencia humana, a los vínculos, a la organización de la vida en común, a la forma en que las personas buscamos sentido en lo que hacemos y compartimos.

Convivir con lo que es cierto y con lo que es incierto a la vez, sin precipitarse hacia conclusiones tranquilizadoras, conduce a una forma de vivir la realidad como una posible irrealidad continua. No en el sentido de alejarse del mundo, sino en el de no darlo nunca por cerrado, de mirarlo como un texto provisional, un relato en borrador, siempre susceptible de ser reescrito, corregido, ampliado o leído de otra manera.

Esta frontera del conocimiento no es un límite, sino una franja viva, un espacio de fricción y fertilidad donde se encuentran la ciencia y la poesía, la lógica y la intuición, la teoría y la vivencia. Un lugar donde lo analítico no excluye lo afectivo, y donde la razón no desactiva la mirada simbólica. Es aquí, en este terreno entre lo que sabemos y lo que intuimos, donde me siento más cerca de la verdad —si es que esa palabra aún tiene algún valor que no sea el de mantenernos despiertos, atentos, disponibles.

Quizás moverse en la duda sea, al fin y al cabo, una forma de relacionarse con el conocimiento sin quedar esclavizado por él. Y quizás también sea una manera de recordarnos que, por muchas respuestas que busquemos, todo —absolutamente todo— acaba desembocando en misterio.

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Imagen de 춘성  en Pixabay

lunes, 26 de mayo de 2025

Navegando el cambio: reflexiones sobre la alineación de la cultura organizativa con la evolución social

Vivimos tiempos líquidos. El cambio se ha vuelto continuo, el futuro impredecible y el presente, apenas abarcable. En este contexto de transformación profunda, la cultura organizativa —aquello que da forma a la vida interna de una organización— se enfrenta a un reto crucial: revisarse, alinearse y evolucionar al ritmo de la sociedad que la sostiene y de las personas que la habitan.

De VUCA a BANI: otra forma de nombrar la incertidumbre

Durante los últimos años, el entorno se ha descrito bajo el acrónimo VUCA: volátil, incierto, complejo y ambiguo. Un marco útil para entender la inestabilidad del mundo posterior a la Guerra Fría. Sin embargo, el presente impone una mirada diferente. Hoy hablamos de un mundo BANI: frágil (brittle), ansioso, no lineal e incomprensible.

Esta transición semántica no es menor. Supone pasar de una incertidumbre gestionable a una realidad que escapa a toda lógica esperada, en la que las respuestas lineales dejan de funcionar. BANI no apela a la fortaleza estratégica, sino a la flexibilidad emocional, la comprensión profunda y la apertura a nuevas formas de sentido para personas y organizaciones.

 Más allá de la resiliencia: construir culturas antifrágiles

En el imaginario organizativo, la resiliencia se erigió durante años como el ideal a alcanzar: resistir, sobreponerse, recuperar la forma. Pero el tiempo actual demanda una virtud aún mayor: la antifragilidad. Es decir, la capacidad no solo de resistir el cambio, sino de crecer y transformarse con él.

Según Nassim Nicholas Taleb, una cultura organizativa antifrágil es aquella que, al entrar en contacto con lo inesperado, se enriquece. No solo protege sus estructuras internas, sino que modifica sus supuestos. Abandona el control como mecanismo de estabilidad para abrazar la confianza como motor de adaptación. Sustituye la vigilancia por el compromiso y el cumplimiento por el sentido.

Como señala Linda Gratton, “en un entorno incierto, las organizaciones que sobreviven no son las más estructuradas, sino las más adaptativas: aquellas que aprenden rápidamente, movilizan la energía de las personas y redefinen sus prioridades sin perder su propósito”. Esta mirada refuerza la necesidad de abandonar la rigidez para cultivar entornos donde el cambio no se tolere, sino que se aproveche.

La antifragilidad ya no es una cualidad técnica, sino una orientación cultural que se construye día a día en las conversaciones, las decisiones y los vínculos. Supone confiar en que las personas no son un problema que hay que gestionar, sino una fuente inagotable de renovación si se las escucha, se las implica y se les reconoce el valor de su tiempo y su presencia.

Tecnología y humanismo: el giro pendiente

Los avances tecnológicos —especialmente la robotización y la inteligencia artificial— están transformando el trabajo de manera irreversible. Pero, en paralelo, provocan un efecto paradójico: revalorizan lo humano.Cuanto más eficientes son las máquinas, más se vuelve indispensable aquello que no pueden replicar: la creatividad, la sensibilidad, el juicio ético, la conversación profunda.

Sin embargo, muchas organizaciones aún funcionan con una lógica mecanicista: personas como engranajes, procesos como cadenas, decisiones como algoritmos. El salto pendiente es cultural: de la concepción de máquina a la de órgano. Es decir, de sistemas que obedecen a sistemas que se autorregulan, se nutren y se desarrollan desde dentro.

Como advierte Yuval Noah Harari en el último capítulo de 21 lecciones para el siglo XXI, titulado “Meditación”,el mayor reto de nuestro tiempo no es tecnológico, sino interior:

“Cuando las redes sociales, la inteligencia artificial y los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos, lo más urgente ya no es acumular datos sino profundizar en la conciencia.”

“La mayoría de las personas apenas se conocen. Cuando tratan de hacer contacto con su mundo interior, encuentran un campo de batalla.”

Harari propone reconquistar la atención y desarrollar la capacidad de observar lo que ocurre en nuestro interior sin ser arrastrados por ello. 

Aplicado al ámbito organizativo, este mensaje es claro: la tecnología debe ir acompañada de una cultura que cultive la atención, la conexión profunda y el sentido

La tensión entre individualidad y proyecto colectivo

Una de las transformaciones sociales más profundas es la nueva relación entre el individuo y el proyecto común. Ya no sirve que el compromiso sea exigido desde fuera. Nos guste o no, el mundo de hoy genera una convicción que resuena con fuerza:

“Si el proyecto colectivo no permite que mi individualidad se despliegue al máximo, no creo en él.”

Esta afirmación no responde necesariamente al egoísmo, sino a una nueva ética del trabajo. Las personas no están dispuestas a ofrecer su tiempo, su creatividad ni su energía vital a proyectos que no reconozcan su singularidad. Y, en paralelo, exigen que el trabajo tenga sentido para uno mismo y para los otros. Que esté vivo. Que importe.

Ahora bien, este legítimo deseo de realización personal solo puede sostenerse en entornos donde exista un sentido de “comunidad”: un tejido de relaciones basado en la confianza, el reconocimiento y el propósito compartido. Frente a la incertidumbre, la comunidad se convierte en un espacio protector y regenerador. Una estructura viva que da contención emocional y sentido colectivo al esfuerzo individual.

Pero la comunidad no se construye únicamente desde la afirmación de los derechos personales. Como advirtió Simone Weil, “lo más preocupante de nuestro tiempo es que las personas se creen con más derechos que obligaciones.” Cuando este desequilibrio se instala, el vínculo se degrada, y lo común se convierte en un campo de demandas sin compromiso.

Construir comunidad exige también asumir obligaciones compartidas: cuidar el proyecto, sostener a los demás, implicarse en la mejora del entorno común. Es precisamente esa reciprocidad —entre dar y recibir, entre expresarse y pertenecer— la que da fuerza al proyecto colectivo y lo hace digno del compromiso individual.

Una organización viva no es solo un espacio donde cada cual se realiza, sino un lugar donde esa realización individual encuentra eco, resonancia y utilidad para los demás. Y esa es, quizá, la forma más profunda de sentido: sentirse parte de algo que también se beneficia de lo que uno o una es.

El tiempo como dimensión política y cultural

En el centro de muchas tensiones laborales contemporáneas se encuentra la vivencia del tiempo. No se trata de una cuestión de productividad o de eficiencia, sino de algo más profundo: de cómo sentimos, habitamos y defendemos nuestro tiempo en un entorno que lo fragmenta, lo acelera y lo coloniza.

Podemos identificar tres narrativas que expresan esta experiencia compartida:

1.     “No tengo tiempo”: Vivimos aceleradamente, caminamos deprisa, hablamos rápido, resolvemos pendientes que se renuevan al instante. La urgencia se impone sobre el significado. El tiempo, como advierte Pascal Chabot, se ha convertido en una cinta de correr que no se detiene, y que obliga a todos a moverse aunque no sepan ya hacia dónde.

2.     “Mi tiempo no me pertenece”: Está gobernado por agendas externas, sistemas de notificaciones, exigencias cruzadas. La lógica de ocupación continua impide la pausa y la reflexión. Como describe Byung-Chul Han en El aroma del tiempo, hemos perdido la capacidad de demorarnos, de dejar que las cosas maduren, de experimentar un tiempo pleno y no simplemente lleno. La aceleración vacía de contenido la experiencia temporal.

3.     “Mi tiempo solo lo cedo si se me retribuye”: El tiempo se ha convertido en moneda de cambio. Pero la transacción es desigual, porque —como recuerda Pedro Bravo en Exceso de equipaje el tiempo ya no es oro: es vida. Y cambiar vida por dinero es, en muchos casos, un intercambio que deja una sensación de pérdida.

El mensaje es claro: “El tiempo que empleo tiene valor. Si no puede ser del todo retribuido, al menos ha de tener sentido para mí.” Marina Garcés lo resumía así: “Tiempo es poder.” No porque se ejerza sobre los demás, sino porque recuperar el propio tiempo es recuperar la soberanía sobre la propia vida.

Como apunta Diego Sztulwark, en el capitalismo contemporáneo el tiempo ya no se roba por la fuerza, sino que se absorbe a través del consentimiento y la interiorización de lógicas productivas. De ahí que las formas de resistencia ya no adopten la forma de protesta visible, sino de ausencia interior, de no implicarse, de limitarse a cumplir con lo mínimo

En definitiva, el tiempo no es un recurso neutral. Es una dimensión profundamente política y cultural. La forma en que una organización se relaciona con el tiempo de las personas revela su comprensión del valor humano

Y quizás nadie lo expresó con tanta delicadeza como Michael Ende en Momo. En esta fábula profunda y aparentemente infantil, los hombres grises —ladrones del tiempo— convencen a las personas de que deben ahorrar minutos, trabajar más, hacer rendir cada segundo. Pero cuanto más tiempo “ahorran”, menos tienen. Solo Momo, una niña que sabe escuchar de verdad, logra resistir: no porque luche frontalmente, sino porque cuida el tiempo de los otros con presencia, silencio y atención.

Como nos recuerda Ende, el tiempo no se acumula ni se compra: solo se vive cuando se comparte con sentido: “El tiempo reside en el corazón” Tal vez ese sea el mayor acto revolucionario de nuestro tiempo: recuperar el valor de estar plenamente en lo que hacemos y con quienes lo hacemos.

Comprender lo que ocurre: revisar creencias, repensar relatos

Pero, buena parte de las organizaciones no terminan de captar la profundidad del cambio porque siguen mirando con lentes antiguas. Hay creencias no cuestionadas, modelos mentales obsoletos, narrativas oficiales que no conectan con la experiencia real de las personas. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras.

Como plantea Simon Sinek, las personas no se implican realmente por lo que hacen, sino por el propósito que les mueve a hacerlo. Esta idea, nos obliga a revisar nuestros relatos institucionales: ¿estamos comunicando un propósito claro, inspirador, auténtico? ¿O simplemente estamos describiendo funciones, procedimientos y planes operativos?

Cuando falta el por qué, la cultura se vacía, el compromiso se desvanece y la adhesión se vuelve táctica, no emocional. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras. Un relato que no puede ser impuesto desde arriba, sino co-creado, convincente y sentido. Que permita a cada persona verse reflejada y reconocerse como parte activa de algo que la trasciende.

¿Cómo articular el cambio?

Cambiar no es sencillo, pero puede ser más posible si se activan ciertos resortes:

  • Rediseñar el liderazgo: facilitar en lugar de dirigir, inspirar y facilitar en lugar de mandar.
  • Ofrecer autonomía real: trabajar por objetivos no es solo medir resultados, sino habilitar espacios de decisión.
  • Cuidar la adherencia al equipo: no desde la presión, sino desde la pertenencia emocional.
  • Aprovechar las redes internas: generar conversaciones que enciendan nuevas miradas.
  • Fomentar el compromiso: desde la apropiación, la voluntariedad y la autogestión. 
  • Modificar los procesos de acogida: no basta con integrar; hay que ensamblar con sentido.

Pero antes de aplicar estas recetas, conviene hacerse una pregunta de fondo:
¿Hasta qué punto queremos cambiar?

¿Hasta qué punto queremos cambiar?

Toda transformación profunda comienza con una pregunta incómoda: ¿realmente queremos cambiar? No como gesto, no como discurso, sino como convicción encarnada en decisiones, renuncias y riesgos.

Porque cambiar no es solo adoptar nuevas herramientas o revisar procedimientos. Es cuestionar certezas, revisar inercias, renombrar lo que dábamos por hecho. Y eso implica atravesar umbrales de incomodidad, admitir límites, y también reconocer que no todo lo antiguo debe ser descartado: hay raíces que merecen permanecer.

La voluntad de cambio se mide en acciones, pero se origina en una decisión interna. Una decisión que, como organización, hemos de tomar colectivamente, explorando juntos cuánto estamos dispuestos a soltar, a escuchar, a confiar.

¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a darnos para que el cambio tenga profundidad y no solo sea un movimiento superficial e inocuo?

La convicción no es un punto de partida perfecto, sino una disposición activa que se fortalece a menudo que se avanza. No es necesario tener todo claro antes de empezar. Lo importante es empezar desde una autenticidad compartida, desde una escucha que no solo atienda lo que decimos, sino lo que sentimos, lo que vivimos y lo que anhelamos como organización.

Porque al final, cambiar no es lo difícil. Lo difícil es querer cambiar de verdad.

La cultura organizativa no es solo el entorno de trabajo. Es, también, el lugar donde muchas personas viven una parte importante de su vida. Que merezca la pena es, sin duda, uno de los sentidos más necesarios para el cambio.

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Esta reflexión es una síntesis de la conferencia ofrecida en Bilbao en 2023 para la Asociación para el Progreso de la Dirección [APD], en la que exploramos cómo alinear la cultura organizativa con los profundos cambios sociales, tecnológicos y humanos de nuestro tiempo.

 

lunes, 5 de mayo de 2025

Tengo una pregunta para ti.


Piensa en una palabra que te guste por lo que significa.

Una que te defina o que exprese algo que te atrae de manera vital.

Puede ser un adjetivo, un sustantivo, puede hacer referencia a un valor... también puede ser un objeto que simbolice algo importante en este momento de tu vida.

Escoge bien.

Tómate tu tiempo. Prioriza: solo puede ser una palabra.

Y si te cuesta, escucha lo que resuena en tu cabeza. Quizás estés descartando algo sin querer, o sin que te des cuenta.

¿Ya la tienes?

¿Qué palabra es?

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Depende de cómo tomes esta pregunta, obtendrás una cosa u otra.

Puedes verla como una tontería, un juego sin mucho recorrido, algo que no merece muchas vueltas. Y entonces, probablemente sueltes lo primero que se te pase por la cabeza. Sin más. Y solo quede en eso.

Pero si te la tomas en serio —si te detienes un momento y la respondes con calma—, si te preguntas por qué eliges esa palabra y no otra, entre qué has tenido que priorizar y por qué te ha costado hacerlo, o qué hay detrás de lo que has descartado…

Entonces, esta pregunta puede abrir algo.

Porque tu forma de elegir dice de ti tanto —o más— que lo que eliges.

A veces eliges lo que sientes de verdad, lo que te sale sin filtro.

Y otras, lo que crees que deberías sentir: lo que encaja mejor con la imagen que das, con la persona que quieres que vean o con la que crees que deberías ser.

Y todo esto habla de ti.

Si eliges lo que sientes, quizá te estés reconociendo tal como estás ahora.

Y si eliges lo que crees que deberías sentir, puede que estés hablando de tus aspiraciones, tus exigencias o de esas ideas que aún tiran de ti por dentro.

Incluso puede que elijas para impresionar.

Y ahí también hay algo que mirar: ¿cuánto te condiciona la mirada de los demás?

Así pues, ¿de dónde viene tu palabra?

¿De tu centro o de tu ideal?

¿De una necesidad real o del relato que te estás contando?

Sea cual sea, obsérvala.

Y aprovecha para aprender un poco más de ti.

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Epílogo: Recientemente hago esta pregunta a personas de mi entorno. El propósito es regalarles un kanji que sirva como adorno y que simbolice el concepto que me han dado como respuesta a la pregunta.

Un ejemplo es el kanji que ilustra este pequeño artículo, que significa “soñar” o “sueño” —en el sentido de visión o ideal—. El kanji es como la poesía: dice mucho en poco espacio. Además, gráficamente, es bonito de ver y viste cualquier rincón.

Pues bien, alguien que respondió a la pregunta días después, me comentó la dificultad que tuvo para hacerlo y, aquella conversación, inspiró este articulito.

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La imagen es mía.

jueves, 17 de abril de 2025

La verticalidad no es el problema



A menudo se señala la verticalidad de las organizaciones como si fuera, por sí sola, un problema, un lastre estructural que obstaculiza el progreso. En contraposición, se idealiza la horizontalidad como la cúspide evolutiva de la organización moderna, un modelo al que deberíamos aspirar con devoción y que, sin embargo, no logramos alcanzar debido al empecinamiento conservador de las formas jerárquicas.

En realidad, solemos hablar de horizontalidad sin saber muy bien de qué hablamos. Cada cual la imagina como un paraíso de colaboración espontánea, respeto mutuo y libertad compartida. Lo curioso es que rara vez nos preguntamos si contamos con las capacidades, la madurez emocional o los valores colectivos necesarios para funcionar eficazmente en un entorno donde realmente todas las personas estén en igualdad de condiciones para decidir, contribuir y sostener el equilibrio común.

Mi experiencia me dice que no. Cada vez que he intentado impulsar equipos o comunidades horizontales, he visto cómo, con mayor o menor disimulo, emergía fractalmente la verticalidad aprendida por cada uno de sus miembros. Como si lo jerárquico fuera más serio, más seguro, más fiable, los más natural. Y cualquier alternativa horizontal se percibiera como un experimento moderno, deseable pero siempre inoportuno, reservado para momentos informales, festivos o marginales. 

Lo cierto es que lo vertical —como lo horizontal— no es bueno ni malo en sí mismo. Todo depende de cómo se aplique, en qué contexto y con qué propósito. Lo mismo ocurre con la acción de mandar frente a la de dirigir: mandar no es algo esencialmente negativo. Es más, hay situaciones donde es imprescindible que alguien tome decisiones rápidas y otros las ejecuten con agilidad. Lo que resulta problemático es mandar por necesidad personal —para sentirse superior, para calmar una inseguridad, para imponer sin argumentos— y no porque la situación lo exija de forma razonada y puntual.

Lo mismo ocurre con la verticalidad. Esta deviene problemática cuando existe para mantener rangos y se erige sobre más estratos de los que en realidad son necesarios, cuando prescinde del conocimiento distribuido a lo largo de toda la organización en sus procesos de decisión; cuando adopta un enfoque paternalista o centralizador; cuando limita o desincentiva la iniciativa individual o colectiva; cuando interpreta las propuestas alternativas como una amenaza; cuando basa las relaciones en mecanismos de premio y castigo; cuando pierde de vista que su razón de ser es aportar valor a cada nivel de la estructura; o cuando busca perpetuar jerarquías y se convierte en una forma de marcar distancias artificiales entre estratos, como si fuera necesario preservar una separación simbólica entre lo "noble" y lo "plebeyo". Es entonces cuando la verticalidad se transforma en un instrumento de exclusión, de ocultamiento y de empobrecimiento colectivo; en una torpeza organizativa; en un atavismo tribal.

Pero la verticalidad, cuando conecta a las personas y amplifica la inteligencia, cuando está orientada a aportar valor, a facilitar y a proveer de recursos, puede ofrecer claridad, eficiencia y compromiso. Es un modelo organizativo probado, tan válido como cualquier otro cuando se ejerce con responsabilidad y con la voluntad de ser útil a la estructura a la que sirve.

Cuando los niveles altos del organigrama comprenden que los vectores de aportación de valor han fluir de arriba hacia abajo y asumen que su papel es sostener, facilitar y cuidar, entonces la verticalidad deja de ser un problema para convertirse en una opción organizativa útil.

La dificultad surge cuando ocurre justo lo contrario: cuando se instala —de forma explícita o implícita— la creencia de que las bases existen para sostener a quienes están arriba. Es ahí donde empieza a gestarse el malestar organizativo, la desconexión emocional, la resistencia pasiva y, en última instancia, la desconfianza. Cuando la verticalidad deja de ser un canal de servicio para convertirse en pedestal, distorsiona los vínculos, empobrece las decisiones y diluye el sentido de pertenencia. Y es entonces cuando deja de ser de ayuda para convertirse en obstáculo.

La verticalidad no está reñida con la horizontalidad. Cuando las circunstancias exigen fluidez, cocreación o espacios de igualdad —propios de las dinámicas horizontales—, una organización vertical puede habilitarlos sin necesidad de renunciar a su forma estructural. Existen mecanismos para ello. En otros artículos he hablado de las placentas organizativas: entornos protegidos y nutrientes, creados dentro de estructuras jerárquicas, que permiten el desarrollo de equipos autogestionados, la colaboración transversal y la inteligencia compartida. Comunidades de práctica, equipos de innovación o equipos motores son ejemplos de estas zonas de excepción funcional, diseñadas para que lo horizontal emerja allí donde hace falta, sin entrar en conflicto con la lógica vertical del conjunto. No se trata de elegir entre un modelo u otro, sino de saber combinarlos con sentido, inteligencia, intención y respeto por las personas que los habitan.

No, la verticalidad no constituye un riesgo por sí sola, ni es la causa directa del acartonamiento estructural ni de la esclerotización funcional que suelen atribuírsele. El problema está en las personas que ocupan posiciones de poder y en los mecanismos que emplean para conservarlo, blindarlo o justificarlo. La rigidez no nace del organigrama, sino de la manera en que se interpreta y se vive. Es la actitud de quien confunde jerarquía con privilegio, liderazgo con control, o responsabilidad con superioridad la que convierte una estructura útil en un corsé que asfixia. Es el miedo a perder influencia, la falta de confianza en el criterio ajeno o la creencia de que todo debe pasar por uno mismo, lo que endurece las relaciones y detiene los flujos naturales de la inteligencia organizativa.

El problema no es la verticalidad en sí, sino cuando esta se convierte en excusa para decidir en solitario, para acumular información, para ocultar vulnerabilidad o para sostener dinámicas de dependencia. Ahí es donde lo vertical deja de ser un lugar de servicio a la colectividad y se transforma en trinchera de individualidades.