Por un lado encontraba adecuado el diseño de la sesión respecto a los objetivos planteados pero por otro lado temía, al final de todo, fallar a las expectativas del directivo de más rango y que coordinaba su ámbito de responsabilidad: ¿Aprobaría él su iniciativa metodológica? ¿Los resultados serían los esperables? O mejor ¿los deseados por esta persona?
La conversación se orientó hacia estos puntos y hacia sus soluciones más lógicas [mejorar la comunicación, establecer contornos para la actuación, acordar expectativas, etc.] pero concluyó en que esta ansiedad difusa era crónica y abarcaba muchas situaciones. Aparentemente gozaba de una confianza total en sus actuaciones pero, aún así, se veía atenazado por la presión de tener que adivinar cuáles hubieran sido las decisiones tomadas por este director y utilizarlas como hoja de ruta en todas y cada una de sus actuaciones directivas, algo que le sumía inevitablemente en un estado de incertidumbre continuo y le generaba un leve pero persistente sufrimiento psíquico con el consecuente desgaste físico colateral que supone.
Tanto si son explícitas [en el menor de los casos] como si son tácitas, las expectativas que sobre nuestras actuaciones tienen las personas que nos rodean constituyen uno de los principales criterios en nuestros procesos de toma de decisiones llegando, algunas veces, a justificar toda una vida de actuaciones. Un modelo familiar ancestral basado en no defraudar las expectativas que sobre su propio futuro depositaban los mayores en los más jóvenes y la imperiosa necesidad de aprobación y reconocimiento social parecen situar a cada persona en la comprometida posición de ser el actor de las expectativas ajenas asumiendo, paradójicamente, la responsabilidad de los propios actos como si estos realmente emanasen de una decisión genuinamente propia. Algo que, en la vida, parece desarrollarse de manera subterránea hasta hacerse cada vez más evidente a lo largo de los años, supongo que por el desgaste que supone esta sensación de despersonalización y el reactivo deseo de liberación que suele derivarse de ello. De hecho, estar por encima de lo que se espera de uno era, al menos hasta hace poco tiempo, un atributo propio de la madurez.
En el caso de cargos de responsabilidad o directivos [sinceramente creo que puede ser extensivo a cualquier puesto de trabajo], he tenido, a lo largo del tiempo, la oportunidad de cotejar el caso con el que comienzo este artículo con otras experiencias, encontrándome con muchas situaciones similares que se expresan de manera distinta, desde aquellas personas que se ven a sí mismas como puros instrumentos en los que se obvia cualquier ápice de iniciativa que no sea inmediatamente supervisada [el directivo médium], hasta aquellas que creen que han de someter su toma de decisiones a un proceso de adivinación de pensamiento previo donde recolectar objetivos, criterios y lo que sea [el directivo telépata].
Entre toda esta eclosión actual de fomento de la iniciativa y de distribución del liderazgo, de potenciación de la participación, de hacer emerger la diversidad para facilitar la hibridación y la innovación, me parece distinguir de manera casi imperceptible los rasgos de aquel personaje de barbas largas, viejo y duro del que nos advertía Blake, al que denominó ingeniosamente Urizen [de your reason: tu razón] y que representaba aquello inasible y primigenio que vigila, restringe y limita lo que de auténtico hay en cada uno de nosotros. Y me pregunto si le prestamos suficiente atención como para atenuar su efecto.
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La ilustración corresponde a Ancient of Days de William Blake. La figura representa a Urizen.