Vivimos tiempos líquidos. El cambio se ha vuelto continuo, el futuro impredecible y el presente, apenas abarcable. En este contexto de transformación profunda, la cultura organizativa —aquello que da forma a la vida interna de una organización— se enfrenta a un reto crucial: revisarse, alinearse y evolucionar al ritmo de la sociedad que la sostiene y de las personas que la habitan.
De VUCA a BANI: otra forma de nombrar la incertidumbre
Durante los últimos años, el entorno se ha descrito bajo el acrónimo VUCA: volátil, incierto, complejo y ambiguo. Un marco útil para entender la inestabilidad del mundo posterior a la Guerra Fría. Sin embargo, el presente impone una mirada diferente. Hoy hablamos de un mundo BANI: frágil (brittle), ansioso, no lineal e incomprensible.
Esta transición semántica no es menor. Supone pasar de una incertidumbre gestionable a una realidad que escapa a toda lógica esperada, en la que las respuestas lineales dejan de funcionar. BANI no apela a la fortaleza estratégica, sino a la flexibilidad emocional, la comprensión profunda y la apertura a nuevas formas de sentido para personas y organizaciones.
Más allá de la resiliencia: construir culturas antifrágiles
En el imaginario organizativo, la resiliencia se erigió durante años como el ideal a alcanzar: resistir, sobreponerse, recuperar la forma. Pero el tiempo actual demanda una virtud aún mayor: la antifragilidad. Es decir, la capacidad no solo de resistir el cambio, sino de crecer y transformarse con él.
Según Nassim Nicholas Taleb, una cultura organizativa antifrágil es aquella que, al entrar en contacto con lo inesperado, se enriquece. No solo protege sus estructuras internas, sino que modifica sus supuestos. Abandona el control como mecanismo de estabilidad para abrazar la confianza como motor de adaptación. Sustituye la vigilancia por el compromiso y el cumplimiento por el sentido.
Como señala Linda Gratton, “en un entorno incierto, las organizaciones que sobreviven no son las más estructuradas, sino las más adaptativas: aquellas que aprenden rápidamente, movilizan la energía de las personas y redefinen sus prioridades sin perder su propósito”. Esta mirada refuerza la necesidad de abandonar la rigidez para cultivar entornos donde el cambio no se tolere, sino que se aproveche.
La antifragilidad ya no es una cualidad técnica, sino una orientación cultural que se construye día a día en las conversaciones, las decisiones y los vínculos. Supone confiar en que las personas no son un problema que hay que gestionar, sino una fuente inagotable de renovación si se las escucha, se las implica y se les reconoce el valor de su tiempo y su presencia.
Tecnología y humanismo: el giro pendiente
Los avances tecnológicos —especialmente la robotización y la inteligencia artificial— están transformando el trabajo de manera irreversible. Pero, en paralelo, provocan un efecto paradójico: revalorizan lo humano.Cuanto más eficientes son las máquinas, más se vuelve indispensable aquello que no pueden replicar: la creatividad, la sensibilidad, el juicio ético, la conversación profunda.
Sin embargo, muchas organizaciones aún funcionan con una lógica mecanicista: personas como engranajes, procesos como cadenas, decisiones como algoritmos. El salto pendiente es cultural: de la concepción de máquina a la de órgano. Es decir, de sistemas que obedecen a sistemas que se autorregulan, se nutren y se desarrollan desde dentro.
Como advierte Yuval Noah Harari en el último capítulo de 21 lecciones para el siglo XXI, titulado “Meditación”,el mayor reto de nuestro tiempo no es tecnológico, sino interior:
“Cuando las redes sociales, la inteligencia artificial y los algoritmos nos conocen mejor que nosotros mismos, lo más urgente ya no es acumular datos sino profundizar en la conciencia.”
“La mayoría de las personas apenas se conocen. Cuando tratan de hacer contacto con su mundo interior, encuentran un campo de batalla.”
Harari propone reconquistar la atención y desarrollar la capacidad de observar lo que ocurre en nuestro interior sin ser arrastrados por ello.
Aplicado al ámbito organizativo, este mensaje es claro: la tecnología debe ir acompañada de una cultura que cultive la atención, la conexión profunda y el sentido.
La tensión entre individualidad y proyecto colectivo
Una de las transformaciones sociales más profundas es la nueva relación entre el individuo y el proyecto común. Ya no sirve que el compromiso sea exigido desde fuera. Nos guste o no, el mundo de hoy genera una convicción que resuena con fuerza:
“Si el proyecto colectivo no permite que mi individualidad se despliegue al máximo, no creo en él.”
Esta afirmación no responde necesariamente al egoísmo, sino a una nueva ética del trabajo. Las personas no están dispuestas a ofrecer su tiempo, su creatividad ni su energía vital a proyectos que no reconozcan su singularidad. Y, en paralelo, exigen que el trabajo tenga sentido para uno mismo y para los otros. Que esté vivo. Que importe.
Ahora bien, este legítimo deseo de realización personal solo puede sostenerse en entornos donde exista un sentido de “comunidad”: un tejido de relaciones basado en la confianza, el reconocimiento y el propósito compartido. Frente a la incertidumbre, la comunidad se convierte en un espacio protector y regenerador. Una estructura viva que da contención emocional y sentido colectivo al esfuerzo individual.
Pero la comunidad no se construye únicamente desde la afirmación de los derechos personales. Como advirtió Simone Weil, “lo más preocupante de nuestro tiempo es que las personas se creen con más derechos que obligaciones.” Cuando este desequilibrio se instala, el vínculo se degrada, y lo común se convierte en un campo de demandas sin compromiso.
Construir comunidad exige también asumir obligaciones compartidas: cuidar el proyecto, sostener a los demás, implicarse en la mejora del entorno común. Es precisamente esa reciprocidad —entre dar y recibir, entre expresarse y pertenecer— la que da fuerza al proyecto colectivo y lo hace digno del compromiso individual.
Una organización viva no es solo un espacio donde cada cual se realiza, sino un lugar donde esa realización individual encuentra eco, resonancia y utilidad para los demás. Y esa es, quizá, la forma más profunda de sentido: sentirse parte de algo que también se beneficia de lo que uno o una es.
El tiempo como dimensión política y cultural
En el centro de muchas tensiones laborales contemporáneas se encuentra la vivencia del tiempo. No se trata de una cuestión de productividad o de eficiencia, sino de algo más profundo: de cómo sentimos, habitamos y defendemos nuestro tiempo en un entorno que lo fragmenta, lo acelera y lo coloniza.
Podemos identificar tres narrativas que expresan esta experiencia compartida:
1. “No tengo tiempo”: Vivimos aceleradamente, caminamos deprisa, hablamos rápido, resolvemos pendientes que se renuevan al instante. La urgencia se impone sobre el significado. El tiempo, como advierte Pascal Chabot, se ha convertido en una cinta de correr que no se detiene, y que obliga a todos a moverse aunque no sepan ya hacia dónde.
2. “Mi tiempo no me pertenece”: Está gobernado por agendas externas, sistemas de notificaciones, exigencias cruzadas. La lógica de ocupación continua impide la pausa y la reflexión. Como describe Byung-Chul Han en El aroma del tiempo, hemos perdido la capacidad de demorarnos, de dejar que las cosas maduren, de experimentar un tiempo pleno y no simplemente lleno. La aceleración vacía de contenido la experiencia temporal.
3. “Mi tiempo solo lo cedo si se me retribuye”: El tiempo se ha convertido en moneda de cambio. Pero la transacción es desigual, porque —como recuerda Pedro Bravo en Exceso de equipaje— el tiempo ya no es oro: es vida. Y cambiar vida por dinero es, en muchos casos, un intercambio que deja una sensación de pérdida.
El mensaje es claro: “El tiempo que empleo tiene valor. Si no puede ser del todo retribuido, al menos ha de tener sentido para mí.” Marina Garcés lo resumía así: “Tiempo es poder.” No porque se ejerza sobre los demás, sino porque recuperar el propio tiempo es recuperar la soberanía sobre la propia vida.
Como apunta Diego Sztulwark, en el capitalismo contemporáneo el tiempo ya no se roba por la fuerza, sino que se absorbe a través del consentimiento y la interiorización de lógicas productivas. De ahí que las formas de resistencia ya no adopten la forma de protesta visible, sino de ausencia interior, de no implicarse, de limitarse a cumplir con lo mínimo.
En definitiva, el tiempo no es un recurso neutral. Es una dimensión profundamente política y cultural. La forma en que una organización se relaciona con el tiempo de las personas revela su comprensión del valor humano.
Y quizás nadie lo expresó con tanta delicadeza como Michael Ende en Momo. En esta fábula profunda y aparentemente infantil, los hombres grises —ladrones del tiempo— convencen a las personas de que deben ahorrar minutos, trabajar más, hacer rendir cada segundo. Pero cuanto más tiempo “ahorran”, menos tienen. Solo Momo, una niña que sabe escuchar de verdad, logra resistir: no porque luche frontalmente, sino porque cuida el tiempo de los otros con presencia, silencio y atención.
Como nos recuerda Ende, el tiempo no se acumula ni se compra: solo se vive cuando se comparte con sentido: “El tiempo reside en el corazón” Tal vez ese sea el mayor acto revolucionario de nuestro tiempo: recuperar el valor de estar plenamente en lo que hacemos y con quienes lo hacemos.
Comprender lo que ocurre: revisar creencias, repensar relatos
Pero, buena parte de las organizaciones no terminan de captar la profundidad del cambio porque siguen mirando con lentes antiguas. Hay creencias no cuestionadas, modelos mentales obsoletos, narrativas oficiales que no conectan con la experiencia real de las personas. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras.
Como plantea Simon Sinek, las personas no se implican realmente por lo que hacen, sino por el propósito que les mueve a hacerlo. Esta idea, nos obliga a revisar nuestros relatos institucionales: ¿estamos comunicando un propósito claro, inspirador, auténtico? ¿O simplemente estamos describiendo funciones, procedimientos y planes operativos?
Cuando falta el por qué, la cultura se vacía, el compromiso se desvanece y la adhesión se vuelve táctica, no emocional. Por eso, uno de los desafíos culturales más urgentes es narrativo: generar un relato que articule sentido, que convoque y que reconozca la vida que atraviesa las estructuras. Un relato que no puede ser impuesto desde arriba, sino co-creado, convincente y sentido. Que permita a cada persona verse reflejada y reconocerse como parte activa de algo que la trasciende.
¿Cómo articular el cambio?
Cambiar no es sencillo, pero puede ser más posible si se activan ciertos resortes:
- Rediseñar el liderazgo: facilitar en lugar de dirigir, inspirar y facilitar en lugar de mandar.
- Ofrecer autonomía real: trabajar por objetivos no es solo medir resultados, sino habilitar espacios de decisión.
- Cuidar la adherencia al equipo: no desde la presión, sino desde la pertenencia emocional.
- Aprovechar las redes internas: generar conversaciones que enciendan nuevas miradas.
- Fomentar el compromiso: desde la apropiación, la voluntariedad y la autogestión.
- Modificar los procesos de acogida: no basta con integrar; hay que ensamblar con sentido.
Pero antes de aplicar estas recetas, conviene hacerse una pregunta de fondo:
¿Hasta qué punto queremos cambiar?
¿Hasta qué punto queremos cambiar?
Toda transformación profunda comienza con una pregunta incómoda: ¿realmente queremos cambiar? No como gesto, no como discurso, sino como convicción encarnada en decisiones, renuncias y riesgos.
Porque cambiar no es solo adoptar nuevas herramientas o revisar procedimientos. Es cuestionar certezas, revisar inercias, renombrar lo que dábamos por hecho. Y eso implica atravesar umbrales de incomodidad, admitir límites, y también reconocer que no todo lo antiguo debe ser descartado: hay raíces que merecen permanecer.
La voluntad de cambio se mide en acciones, pero se origina en una decisión interna. Una decisión que, como organización, hemos de tomar colectivamente, explorando juntos cuánto estamos dispuestos a soltar, a escuchar, a confiar.
¿Cuánto tiempo estamos dispuestos a darnos para que el cambio tenga profundidad y no solo sea un movimiento superficial e inocuo?
La convicción no es un punto de partida perfecto, sino una disposición activa que se fortalece a menudo que se avanza. No es necesario tener todo claro antes de empezar. Lo importante es empezar desde una autenticidad compartida, desde una escucha que no solo atienda lo que decimos, sino lo que sentimos, lo que vivimos y lo que anhelamos como organización.
Porque al final, cambiar no es lo difícil. Lo difícil es querer cambiar de verdad.
La cultura organizativa no es solo el entorno de trabajo. Es, también, el lugar donde muchas personas viven una parte importante de su vida. Que merezca la pena es, sin duda, uno de los sentidos más necesarios para el cambio.
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Esta reflexión es una síntesis de la conferencia ofrecida en Bilbao en 2023 para la Asociación para el Progreso de la Dirección [APD], en la que exploramos cómo alinear la cultura organizativa con los profundos cambios sociales, tecnológicos y humanos de nuestro tiempo.